|
Carlos Espinosa Domínguez |
Con sus tres libros de cuentos, Ángel Santiesteban Prats ha cimentado
una obra de sólidos valores que significa una valiosa aportación a
nuestra narrativa
El de Ángel Santiesteban Prats (La Habana, 1966) constituye un caso
bastante singular en el panorama de la literatura cubana de las últimas
décadas. Aunque a fines de los años 80 había dado a conocer algunos
cuentos, algunos de los cuales fueron incluidos en varias antologías, y
había obtenido algunos reconocimientos (mención en el Premio Juan Rulfo,
1989; primer premio en el Concurso Nacional de los Talleres Literarios,
1990; menciones en el concurso de cuento de
La Gaceta de Cuba
en 1994, 1995 y 1996), nada permitía anticipar la destacada y ascendente
trayectoria que años después ha desarrollado. Un dato que lo pone de
manifiesto lo es el hecho de que los tres libros que hasta la fecha ha
publicado recibieron los galardones más importantes que se otorgan en la
Isla: el UNEAC, el Alejo Carpentier y el Casa de las Américas. Pero más
allá del aval que representan esos galardones, están los sólidos
valores de una obra que ha significado una valiosa aportación a nuestra
narrativa.
El primer libro suyo que vio la luz fue
Sueño de un día de verano (Ediciones
Unión, La Habana, 1998, 78 páginas). Resultó ganador en el Premio UNEAC
de cuento en 1995, cuyo jurado integraban Julio Travieso, Reinaldo
Montero y Alberto Garrandés. En la breve nota que aparece en la
contraportada, se apunta que en esas narraciones la participación de los
cubanos en la guerra de Angola se pone de manifiesto “no a la manera
épica de los primeros intentos de abordar esta temática, ahora
Santiesteban prefiere darnos el antihéroe, el arrepentido, el
corrompido, en fin, personajes que también son hijos legítimos de
cualquier conflagración bélica”.
En efecto, la participación de
los soldados cubanos en la guerra de Angola (1975-1991) se había
plasmado en obras testimoniales y narrativas que solamente mostraban su
lado heroico (a esos libros hay que sumar las películas
Caravana,
Kandanga y
Sumbe,
que siguen con fidelidad esos patrones). Con la irrupción de los
llamados “novísimos”, empezó a incorporarse otra visión, mucho menos
hipotecada al paradigma heroico. Un ejemplo representativo es la novela
Cañón de retrocarga,
con la que Alejandro Álvarez Bernal obtuvo en 1989 el Premio David. Su
protagonista es un joven de veinticinco años que no teme expresar: “La
guerra me tiene harto, me cago en mi condición heroica de dilecto hijo
de la patria”, al tiempo que se pregunta: “¿Estoy obligado a sonreír a
las nuevas generaciones desde una foto rígida mientras mi nombre cuelga
en un CDR?”. El tema del conflicto bélico lo trataron algunos de los
novísimos en cuentos aislados, pero hasta la publicación de
Sueño de un día de verano no había sido el tema central de un libro completo.
Lo invisible tras la hinchazón patriótica
Esta
nueva visión a partir de la cual se aborda el tema se advierte ya desde
el primero cuento, cuyo título corresponde al del libro. Al igual que
sus compañeros, al protagonista la lejanía lo lleva a encontrarse a sí
mismo, a descubrir aspectos que no conocía, a extrañarse de las cosas
más cotidianas y a saber su verdadero precio. Desaprueba así actitudes
suyas que ahora reconocen fueron inmaduras, como lo fue la de haber
aceptado venir a pelear en Angola. Allí descubre además la retórica
vacía que hay en frases y consignas como internacionalismo proletario y
solidaridad con los hermanos pueblos de África: “El teniente no entiende
o no quiere entender. No se cansa de decir que esto es un pedazo de la
patria. Pero no es lo mismo, aunque hagamos los mismos sacrificios. Y
qué carajo se va a hablar de la patria, de allá, tan lejos, y lo difícil
que está aquí”.
En
Sueño de un día de verano no hay
glorificación de grandes hazañas bélicas. Aunque no deja de estar
presente, el autor no pone énfasis en resaltar el coraje de los soldados
cubanos. Evita además el impulso épico, así como el didactismo
ideológico y las valoraciones impuestas desde fuera. Su intención es,
ante todo, mostrar el lado puramente humano de esa guerra, revelar lo
invisible tras la hinchazón patriótica. Los cuentos se centran en las
incidencias cotidianas de unos hombres expuestos a situaciones extremas.
No son héroes ni paladines, sino personas de carne y hueso que combaten
sin retroceder, pero que como cualquier soldado en cualquier guerra
libran diariamente una batalla individual por sobrevivir.
Aunque
no lo pongan en evidencia a través de su comportamiento, el miedo a
morir nunca los abandona. Algo, por lo demás, perfectamente comprensible
al tratarse de un enfrentamiento bélico, en el cual las opciones que se
tienen son dos: matar o que lo maten a uno. Eso justifica que la muerte
tenga una presencia constante a lo largo del libro. En uno de los
mejores cuentos, “Después del silencio”, Santiesteban Prats incluso pasa
a convertirla en personaje: “No soporta perder. Los que nos quedamos,
sabemos lo que nos espera, porque Ella es rencorosa y se la cobra más
temprano que tarde. No tiene escrúpulos. Nunca se conmueve. Y desde ese
momento no queda más remedio que empezarla a entretener, y nos turnamos
con las cartas, y le enseñamos números de magia, y a jugar damas, y
ajedrez, a ver si de alguna manera se olvida o nos perdona. De todas
formas siempre nos alegra que alguien se le haya ido, porque un poco que
sentimos que nosotros la jodimos también”.
En
Sueño de un día de verano
dominan los hechos simples y ordinarios, que por lo general los libros
de Historia nunca recogen. El médico que, a escondidas de sus
superiores, cura la gonorrea a los reclutas. El soldado que está
orgulloso de seguir vivo para su familia, pues “son los únicos que lo
van a agradecer”. El que quisiera ser el oficial que, dos horas antes de
que dieran la orden de una ofensiva contra un campamento enemigo, es
autorizado a regresar a Cuba debido a que su padre falleció. El que ante
la visión de los senos desnudos de dos jóvenes angolanas, no puede
evitar una hinchazón en la entrepierna y, disimuladamente, se la aprieta
con el puño. El que al dar cuenta de su “primera contradicción”,
confiesa: “El primer herido que vi me puso muy triste; no pensaba en la
herida de él, sino en las que me pudieron hacer a mí”.
Por otro
lado, en algunos cuentos Santiesteban Prats muestra las secuelas físicas
y sicológicas que esa experiencia dejó en quienes tomaron parte en
ella. En “En la guerra no hay misa”, un joven que era pianista pese a
haber regresado a Cuba, sigue estando “allá”. Ya no es el mismo. No
logra dormir. Siente miedo por los que quedaron. Ahora piensa “en mapas,
no en partituras; ni en el piano como antes, sino en fusiles”. No busca
“informaciones de concursos, sino partes de guerra”. Algo similar le
ocurre al protagonista de “Suerte que tienen algunos” (5). Hace dos años
que volvió de Angola, aunque con una pierna de menos. En su barrio lo
consideran un héroe y lo apodan el Inter. Fue condecorado y le dieron un
apartamento. Pero “por las noches, siempre sueña con las mismas
imágenes. Sueña que lo han mandado a avanzar sobre el terreno minado el
día anterior”.
Pero el mérito de esos textos no solo radica en
mostrar la guerra de Angola sin maquillajes, eso que podríamos llamar su
lado B. Al interés de la propuesta temática, se suma el aspecto formal
con que Santiesteban Prats ha sabido plasmarla. En esos cuentos consigue
una inteligente coherencia entre lo que narra y la manera como lo hace.
Eso se hace más evidente en los mejores, en los que esa manera muestra
ser idónea y eficaz. Digo esto pensando en narraciones tan logradas como
“Carta amarilla”, “Sueño de un día de verano”, “La misión”, “El
puente”, “Sur: latitud 13” y “La última carta”. Su autor además abreva
en el mejor realismo, esto es, un realismo no dogmático ni contenidista.
Tuvo que eliminar cinco de los cuentos
A
partir de esa opción estética, Santiesteban Prats ha escrito unos
cuentos en los que se alternan distintas personas narrativas (primera,
segunda, tercera). Esa polifonía de voces tiene una perfecta
correspondencia con el protagonista colectivo que tiene el libro, y
contribuye a crear un gran fresco de la realidad que se muestra. Aunque
cada texto posee entidad por sí mismo, existe una aleación sutil entre
todos. Tanto los cuentos como las viñetas que integran los bloques
titulados “La Cruz del Sur”, “Suerte que tienen algunos” y “Dos pájaros
de un tiro”, pueden muy bien ser leídos como piezas de una novela que se
disgrega en varias direcciones para luego volver a confluir. Asimismo
conviene señalar que esos y otros aciertos hacen que, pese a tratar un
solo tema,
Sueño de un día de verano esté muy lejos de ser un libro monocorde.
Aquel
libro tuvo unos avatares que, dada su poco complaciente visión del
tema, era de prever. En su versión original se titulaba
Sur: latitud 13,
y en 1992 estuvo a punto de ganar el Premio Casa de las Américas. Pero
evidentemente no era el libro sobre la guerra de Angola que quienes se
encargan de esos menesteres querían que llegara a los lectores de la
Isla. Su autor, sin embargo, no desistió de su empeño de que se
publicase. Como él comentó en una entrevista, en 1995 dio a aquel
original otro título,
Sueño de un día de verano, lo envió al
concurso convocado por la UNEAC y resultó galardonado. Pero demoró tres
años en llegar a las librerías, solo después que él aceptara la
condición de eliminar cinco de los cuentos.
Y sobre eso,
Santiesteban Prats cuenta: “Luego lo saqué completo por una editorial
fantasma que ideé, y a la que puse Emily, el nombre de mi madre. Puse
que estaba editado en España, pero es incierto. Hice una impresión de
cuatro mil ejemplares, que fui regalando a cuanto intelectual hay en
Cuba, así como también a amigos”. Al cotejar los dos libros,
Sur: latitud 13 y
Sueño de una noche de verano,
comprobé que, en efecto, hay tres cuentos y dos viñetas que no aparecen
en el segundo. Se trata de “Mambrú no fue a la guerra”, “Siete tristes
tigres”, “Los olvidados”, “Suerte que tienen algunos” (7) y “La Cruz del
Sur” (6). Por cierto, su autor logró rescatar el tercero de esos
textos, al incluirlo en su siguiente colección.
Con
Los hijos que nadie quiso
(Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2001, 95 páginas), Santiesteban
Prats demostró que el hallazgo de aquel estupendo primer libro no fue
obra de un flautazo casual. Así debió entenderlo el jurado del Premio
Alejo Carpentier, que en la edición de 2001 le concedió el galardón
correspondiente al género de cuento. Este segundo título recoge seis
narraciones que superan en extensión a las de
Sueño de un día de verano.
Y a diferencia de las de aquel volumen, no están escritas en torno a un
mismo núcleo temático. Tres de las mismas muestran aspectos de la vida
de los cubanos durante el llamado Período Especial (“Lobos en la noche”,
“Los aretes que le faltan a la luna”, “Los hijos que nadie quiso”).
Otras dos narran historias que tienen lugar en el microcosmos carcelario
(“La Puerca”, “La Perra”). Y la que cierra el libro, “Los olvidados”,
está ambientado en la guerra de Angola.
“Lobos en la noche” ocurre
durante la hambruna que sufrió el país durante la primera mitad de los
años 90. Sus dos protagonistas roban y matan vacas, como una desesperada
salida para poder comer. Se trata, ambos lo saben, de un delito que es
severamente castigado. Pero para ellos la subsistencia está más allá de
leyes y códigos éticos. Xinet, la protagonista de “Los aretes que le
faltan a la luna”, se ha visto forzada a abandonar temporalmente sus
estudios en la universidad para dedicarse a la prostitución con
extranjeros. Gracias a eso, su familia no sufre necesidades, penurias ni
estrecheces. Pero el precio que les toca pagar a todos es alto, pues
conlleva la frustración de sueños e ideales, la destrucción de los
valores familiares y la dignidad humana. Y “Los hijos que nadie quiso”
recrea el “maleconazo” de 1994, a través de las incidencias de un grupo
de hombres que se lanzan al mar en una improvisada y endeble balsa.
Al
inicio de “Los olvidados”, el narrador expresa: “Desde que montamos el
helicóptero tengo el presentimiento de que no regresaremos con vida.
Algo me sobrecoge, la piel se me ha puesto como una lija y los ojos
llorosos”. Una vez que son dejados en medio de una inmensa ciénaga, los
dieciséis soldados y el oficial que los manda van a parar a una
situación límite. Varios de ellos pierden la vida, incluido el sargento.
“Les aseguro que se van a arrepentir, deben actuar como seres humanos y
no como animales”, le comenta el narrador a sus compañeros. Y
precisamente lo que el cuento desarrolla es el proceso de animalización
que se va produciendo en el grupo. Personalmente, pienso que el autor
lleva esa idea hasta límites demasiado extremos, con lo cual ello el
cuento pierde verosimilitud. Con ello se desvía un tanto del propósito
de humanización de los conflictos y de evitar la simplificación, uno de
los aciertos de
Sueño de un día de verano.
Dos de los
cuentos más logrados e impresionantes son aquellos en que Santiesteban
Prats nos sumerge sin anestesia en ese entorno tan proclive a la
degradación y el abuso que es la cárcel. Sus personajes son presos
comunes que cumplen condenas por causas que no se especifican. La
violencia que impera en ese mundo cerrado aparece presentada con toda
crudeza. Así, en “La Puerca” se desencadena a partir de la necesidad
sexual. Esta se convierte en un instinto primario y animal que lleva a
que dos reclusos se enfrenten, a causa de la posesión de un “gordito
tímido” que hace poco llegó a la galera. Pero del mismo modo que saca y
amplifica las pasiones más bajas, la cárcel también es capaz de hacer
que afloren las características positivas de la condición humana. El
travesti apodado la Perra transgrede las normas penitenciarias y ofrece
ayuda a un preso que ha sido golpeado salvajemente por los guardias. A
su vez, este termina por pasar por encima de su “educación machista” y
establece una relación humana con “la única persona que lo había
socorrido arriesgando su seguridad personal”.
Una fábrica que produce animales humanos
Realmente, aquellos dos textos formaban parte del que iba a ser el tercer título de Santiesteban Prats,
Dichosos los que lloran
(Fondo Editorial Casa de las Américas, Las Habanas, 2006, 149 páginas).
Con él obtuvo el premio de cuento en el concurso convocado anualmente
por esa institución. Se lo concedió un jurado integrado por escritores
de Argentina, Colombia, México, Uruguay y Cuba. Puntualmente, los libros
galardonados se presentan el año siguiente, en enero. No fue ese el
caso de
Dichosos los que lloran, que por razones que nunca se
explicaron no fue presentado hasta septiembre de 2008, en el Sábado del
Libro. Lo curioso es que en la última página se dice que “se terminó de
imprimir en el mes de diciembre de 2006”.
Para su autor,
Dichosos los que lloran
significó el retorno al libro de estructura monotemática, además de que
en este caso partió de una realidad que conoció de primera mano. A los
diecisiete años, cuando estaba por ingresar en la Escuela Interarmas
Antonio Maceo, cayó preso por acompañar a la costa a sus hermanos,
quienes intentaban salir clandestinamente del país. Ellos fueron
penalizados con diez años, mientras que a él lo sancionaron por
encubrimiento con catorce meses, que cumplió en La Cabaña. Como él ha
comentado, allí fue donde descubrió la pasión por la literatura.
“La cárcel es una fábrica que produce animales humanos”, afirma el protagonista de
La fábrica de animales,
la magnífica novela de Edward Bunker. Santiestban Prats lo confirma en
esas veinticinco narraciones, en las que aborda sin ningún tipo de
concesiones el mundo de las prisiones. En esos cuentos ese microcosmos
aparece captado con una minuciosa y opresiva intensidad. De ello resulta
un libro poderoso, dolorosamente incómodo y lleno de sabiduría. Que nos
golpea con fuerza en el estómago y, tras concluir su lectura, nos hace
pensar. Son, como argumentó el jurado del Premio Casa, unos “relatos
conmovedores que nacen del encierro, los miedos, las soledades, las
frustraciones y la pérdida de valores humanos”, y que su autor escribió
“sin emitir juicios moralizantes, y desde una visión objetiva y a la vez
desgarradora”.
En
Dichosos los que lloran, la cárcel es
mostrada desde dentro, con toda su carga de marginalidad y degradación
moral. Se trata, ante todo, de un espacio que se rige por unas leyes
propias, y que pese a no estar escritas son inquebrantables. A una de
esas normas recurre Chepe cuando envía un emisario al Llanero Solitario,
para tratar de convencerlo de que acate su derecho a ser el primero en
disfrutar sexualmente de la Puerca: “Ve y díselo, a ver si te entiende y
acepta y se aparta de mi camino, que no rompa las costumbres
establecidas, esto no lo inventé yo, desde que la cárcel es cárcel las
cosas han sido así: el mandante es el que reparte”.
La nota que
domina en la vida de los presidiarios es la violencia. La ejercen por
igual mandantes y guardias. Estos últimos actúan con una brutalidad que,
en muchos casos, es injustificada (esto se muestra en cuentos como “La
Perra” y “El Padrino”). En “Los trabajos y los días”, un error durante
el recuento de los presos hace que el oficial golpee con su tablilla al
mandante de la galera. Este se desquita después con los hombres bajo su
manado. Coge un pedazo de madera que se ha zafado del mural y “les dice
que por culpa de ellos ha sido golpeado, por estar en la bobería y no
atender a lo que debían (…) ¿Yo puedo irme?, pregunta el Jábico. El
mandante no contesta, solo alza el listón para dejarlo caer muchas veces
sobre los reclusos que se ahogan en sus propios gritos, piden de favor
que no los golpee más, que ya es bastante; uno dice que está herido, y
el jefe se detiene cuando le ve el rostro cubierto de sangre y un
hilillo salpicando la camisa. Les dice que vayan hasta la puerta y pidan
ir a la enfermería, cuando les pregunten qué les pasó, digan que fue la
tablilla del oficial”.
Eso convierte la prisión en un submundo de
barbarie, en donde el único objetivo de los reclusos es sobrevivir
mientras dure la condena. Sobrevivir sin que los cosan a puñaladas o les
partan el culo. Eso significa estar dispuesto a todo, incluso a
sabotear la libertad del compañero que ha sido amigo, hermano y
guardaespaldas por tantos años (“La despedida”). La agresividad, la
constante actitud defensiva, la venganza, el miedo, son los códigos de
conducta que van forjando el carácter de los reos. En ese entorno brutal
y violento, donde la vida no vale nada, conservar algo de humanidad e
inocencia es así un empeño imposible. Solo queda el recurso de escapar a
un mundo alterno, creado por la imaginación, como hacen los
protagonistas de “El francotirador” y “Pabellón”.
En esa
summa del mundo carcelario que es
Dichosos los que lloran,
Santiesteban Prats reserva espacio para las personas que padecen las
consecuencias desde otra perspectiva. Aparece en algunos cuentos y es el
asunto central de “Síndrome del nido vacío” y “La madre”. En el
segundo, una mujer acude el día de la visita a ver a su hijo. La vez
anterior le dijeron que por indisciplina lo habían mandado a la celda de
castigo. Allí iba a estar veintiún días, con media ración de comida y
sin salir al sol. Ahora, por más que los oficiales le aseguran que su
hijo está en el salón, la mujer no consigue dar con él. Solo ve a un
muchacho solitario, que duerme con el rostro oculto entre los brazos. No
puede ser su hijo, pues este es alto y fuerte. En cambio, aquel joven
pelado al rape tiene brazos flacos, la piel muy blanca y la espalda
estrecha. Aunque sabe que es por gusto, se le acerca, desconsolada. “Con
temor, le toca por el hombro; el muchacho levanta la cabeza y la
abraza”.
Este mundo también nos pertenece
Si en
Sueño de un día de verano su autor cuestiona la naturaleza de toda guerra, en
Dichosos los que lloran
hace una demoledora crítica contra la deshumanización de la vida en
prisión. Si en el siglo XIX se sentían orgullosos de ellas, como
recuerda Michel Foucault en
Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión,
en nuestros días por el contario nos dan vergüenza. Acostumbramos
pensar que las cárceles son sitios a donde se envía a los elementos
dañinos de la sociedad, para que sean rehabilitados y reintegrados. Pero
en la práctica, el sistema penal se muestra incapaz de asumir esas
funciones. Allí van a parar, por haber cometido pequeños delitos,
hombres que, al tener que convivir entre delincuentes y asesinos, salen
convertidos en auténticos criminales. Para ellos, ir a la cárcel
significa un viaje sin retorno a la fábrica de producir animales.
Eso
plantea una cuestión a la cual se refirió el filósofo argentino Edgardo
Castro, en una entrevista reciente. Si las cárceles no cumplen la
función que debieran cumplir, ¿por qué las mantenemos? O mejor dicho,
¿por qué las mantenemos de la misma manera, combinando la privación de
libertad con el castigo frecuentemente arbitrario? Humanizar las
prisiones sigue siendo una de las grandes asignaturas pendientes que
todos los países sin excepción tienen hoy.
Durante la presentación de
Dichosos los que lloran,
Francisco López Sacha expresó que al leerlo sintió que “estaba ante un
testimonio literario, ante un hecho de la literatura, es decir, ante una
expresión que tomaba un referente real, objetivo y lo convertía en
arte. Inmediatamente me di cuenta de que tal vez desde 1938, desde
Hombres sin mujer,
no existía en la literatura cubana un libro tan compacto sobre un
asunto común, no digo un tema. El asunto era la vida del hombre en un
presidio común”. Suscribo plenamente su opinión. Esos cuentos destilan
un nivel de autenticidad que no resulta impostado, que denota un
conocimiento cabal de lo que cuenta. Pero su autor ha logrado que lo que
pudo haberse quedado en un testimonio se materialice en excelente
literatura.
Dichosos los que lloran es una obra en la
cual la importancia de la propuesta temática se enriquece con el acierto
estético de su plasmación. En lugar de literatura que se concibe como
escritura autónoma, aquí las formas surgen como consecuencia de los
contenidos. Santiesteban Prats demuestra un dominio mucho más maduro y
afinado de las técnicas narrativas, así como de las exigencias propias
del cuento. Este es, como ha recordado el novelista Rodrigo Fresán, el
género donde más se ven los defectos de un escritor. O dicho de otro
modo, donde mejor se ponen de manifiesto sus cualidades. En ese sentido,
hay que decir que los cuentos de
Dichosos los que lloran cumplen espléndidamente esas reglas de oro del género que son la intensidad, la medida y la necesidad.
Poseen
el acierto de que desde la primera línea atrapan al lector y lo
mantienen atento e interesado hasta el final. Están escritos además con
una impecable factura y una estructura unitaria y llena de claves
interiores. Asimismo me parece pertinente destacar el acierto del autor
de eludir los juicios morales sobre los personajes. Por el contrario, lo
que más bien este parece decirnos es, como comentó López Sacha:
“observen este mundo, este mundo también nos pertenece, hemos sido
causantes también de la desdicha de esas personas; esas personas tienen
derecho a reivindicar su vida, a modificarla”.
Tras esa
sobresaliente trayectoria como escritor, reconocida con varios premios,
Ángel Santiesteban Prats se enfrenta ahora a la cruel ironía de estar a
punto de ingresar en el mismo régimen carcelario que cuestionó en su
último libro. Se le acusa de un supuesto delito de violación de
domicilio y lesiones, cargos que las evidencias presentadas no han
podido demostrar convincentemente. En realidad, se trata del más
reciente hecho de su caída en desgracia. Comenzó a partir de que el
autor de
Sueño de un día de verano abrió un blog donde escribió comentarios críticos de carácter político.
El
pasado 8 de noviembre Santiesteban Prats fue brutalmente golpeado y
detenido cuando acudió a una estación de policía de La Habana para
interesarse por la suerte de varios opositores arrestados el día
anterior. “Cuando me detuvieron”, declaró a
Café Fuerte, “el
que me arrestó me advirtió que si no me bastaba con los cinco años de
sanción que me esperaban”. Hace pocos días el Tribunal Supremo Popular
le dio la razón a aquel fulano, al confirmar la sentencia de cinco años
de cárcel para el escritor. Eso me ha hecho recordar una breve escena de
Alicia en el país de las maravillas:
“—¡Que el jurado considere el veredicto! —ordenó el Rey por enésima vez aquel día.
—¡No, no! —atajó la Reina—. ¡La sentencia primero! ¡Ya habrá tiempo para el veredicto!”.
Publicado en
Cubaencuentro