Por: Leopoldo Luis
Yo escribía notas culturales para una agenda semanal de la revista electrónica
Esquife.
Eran unos textos sencillísimos, de apenas cuarenta líneas, por las que
me pagaban —juro que de manera casual— cuarenta pesos, moneda nacional;
es decir, agropesos, CUP (puesto que el Cuban Convertible Currency no
deja de ser muy nacional también).
Entonces alguien me sugirió: “El viernes 28 de marzo (me estoy
remontando al 28 de marzo de 2008) será la clausura del Primer Festival
Internacional de Narradores Jóvenes de La Habana, a la 1:00 p.m. en Casa
de las Américas, ¿por qué no preparas algo?”. Me dijeron más: “Por la
mañana van a presentar
Dichosos los que lloran, el libro con
que Ángel Santiesteban ganó el Premio Casa de las Américas 2006”, a esas
alturas todavía ausente de las librerías habaneras.
Llegué pasado el mediodía. Ni rastro de escritores (jóvenes o viejos)
y ningún indicio de festival, encuentro, conferencia, coloquio… lo que
sea que estuviera previsto. En cambio, tras el pequeño mostrador donde
se exhiben las ediciones del Fondo Editorial Casa, una muchacha sonreía.
—Es un libro polémico —dijo, sin entrar en detalles—. No quedan
ejemplares en el almacén. Se imprimen en el extranjero y esperamos que
lleguen de un momento a otro…
Se me olvidó lo del “festival de narradores”, pero la curiosidad por
el destino del volumen, premiado hacía dos años, me azuzó con renovados
bríos. Un par de días más tarde remití un
e-mail a su autor, a
quien, por demás, no conocía personalmente. En su respuesta ratificaba
lo dicho: “Pareciera que el barco que trae los libros ha extraviado el
rumbo”, escribió. Creí percibir en su tono una dosis respetable de
ironía. Prometió conseguirlo para mí, y ya no volví a tener noticias
suyas.
Una tarde, visitando el Taller de Manero, situado en la localidad
capitalina de La Ceiba —y al que suelen acudir no sólo pintores, sino
escritores y artistas de otras ramas—, Ernesto Pérez Castillo tuvo la
gentileza de obsequiarme una antología singular:
Los que cuentan,
publicada por la Editorial Cajachina del Centro de Formación Literaria
Onelio Jorge Cardoso. Entre los cuentos había uno de Ángel: “Noche de
ronda”, que, por la temática recurrente del presidio, supuse tomado del
libro fantasma.
El siguiente eslabón de la cadena fue toparme en Internet con el
relato titulado “Hambre”. Lo descubrí por casualidad en algún blog, no
puedo recordar cuál. Era una historia breve, sin excesivas pretensiones
de estilo, una lectura “fácil”.
En efecto, “Hambre” cuenta una anécdota que impacta por su sencillez.
Un recluso se queja cuando apagan las luces. Tiene hambre. “No soy un
tipo problemático ni nada”, alega. O algo por el estilo. “¿Puede alguien
conseguirme un boniato, un poco de raspa? Con eso bastaría”, continúa,
mientras los guardias insisten en hacerlo callar. El diferendo va
subiendo de tono y el convicto termina amordazado en una celda de
castigo. El resto de la noche transcurre en silencio. Hasta que al
amanecer lo buscan para reintegrarlo a la galera…
Asombra que una historia tan simple discurra con un nivel de
sugerencia que no cede en espontaneidad y fuerza. El hambre de “Hambre”
va atenazando al lector en la medida que avanza. El protagonista siente
un apetito atroz que lo impulsa a desafiar las reglas, no importa lo
inflexibles. Es sólo un preso, un hombre común privado de libertad, a
quien no pueden acallar su hambre. Nada más.
En lo formal, se trata de una prosa reposada que parece tomar distancia de los atormentados relatos de
Sur: Latitud 13 (Premio UNEAC de Cuento 1995) y de
Los hijos que nadie quiso
(Premio Alejo Carpentier de Cuento 2001). Mas no hay sosiego espiritual
en “Hambre”, como tampoco en los demás cuentos que completan el tomo
(que por fin obtuve —autografiado por su autor— durante su lanzamiento
“oficial” en el Palacio del Segundo Cabo, antigua sede del Instituto
Cubano del Libro).
Digo prosa reposada pensando en el abismo narrador-historia. En “Hambre” el escritor no expresa el drama con la intensidad de
Sur…
No trasluce la misma carga vivencial, no duele el testimonio. Una
suerte de extrañamiento (que no alcanzo a explicarme) nos conmina a
percibir las emociones desde un ángulo pasivo. Incluso con humor. Y con
cierta socarronería.
Antes de “Hambre” yo había leído a Santiesteban con alguna aprensión.
No por faltarle dotes como contador de historias, sino precisamente por
las historias que prefería contar. ¿Excesivamente cosidas a la realidad
cubana? No estoy seguro. Pero nos saturamos a lo largo de una década
con balseros, jineteras y depredadores de ganado mayor. Los años cero se
presentaron con un rostro diferente. Los ahora jóvenes escritores —a
quienes no sabría que adjetivo endilgar después de haber envejecido los
“novísimos”—, se negaron de plano a mantener el ritmo. La nueva
narrativa, no menos iconoclasta, ya no se fue a la guerra ni abandonó el
país en una embarcación rudimentaria. La generación de los 90, con sus
“últimos serán los primeros”, se fue quedando al margen.
Claro, un libro como
Sur: Latitud 13 se salva bajo cualquier
circunstancia. Por muchísimas razones, más allá de la calidad
literaria. Oficio de narrar e intuición abundan en aquellos textos
desolados, profundamente humanos, en tanto el tema de la guerra y las
campañas bélicas cubanas en África funciona de dos maneras: como
pretexto para zanjar la deuda moral acumulada durante treinta años y
como paneo abarcador, mirada global sobre una tragedia viva. Ningún otro
cuentista de su promoción logró escalar esa altura. Ni siquiera la
versión mutilada de
Sueño de un día de verano (Ediciones UNIÓN, 1998) consigue socavar el profundo aliento antiépico que allí se respira.
En
Los hijos que nadie quiso se nos presenta la cuestión de
la cárcel, la otra gran obsesión del artista. Personajes
caricaturizados, desubicados, a veces ridículos. Siempre desgarrados.
Santiesteban elige un tema poco visitado antes por la literatura cubana
(exceptuando quizá las narraciones de Eladio Bertot y Carlos
Montenegro). Los condenados (¿los hijos?) de
Los hijos…
extinguen su pena en latitudes inexactas, en tiempos imprecisos. Escasos
referentes se dan para situar la trama: King Kong, el faro del Morro,
la canción de Julio Iglesias… El escritor elude descripciones,
ex profeso. Quizás las juzgue innecesarias. En definitiva, ¿no lo son?
Dichosos los que lloran vendría a constituir entonces una
suerte de saga de estos primeros relatos del presidio. A propósito de
ese libro “duro y excelente” no voy a redundar: en su momento concebí
una reseña (“Escribir con voz del llanto”) publicada en
Isliada.com.
Del mismo modo que “Hambre”, con su aparente pereza argumental
—aunque pletórica de insinuaciones vívidas, realistas como su propio
título—, recibo la noticia de la sanción. El narrador cubano, uno de los
que mayor reconocimiento nacional e internacional ha obtenido a lo
largo de las últimas dos décadas, ha merecido, no un premio, sino la
sanción de cinco años de privación de libertad, como autor, no de un
texto literario, sino de los delitos de Violación de domicilio y
Lesiones.
En un
post reciente (de los pocos que he tenido ocasión de
leer), el escritor se declara inocente y atribuye la persecución a su
activismo político. La sentencia, dictada por la Sala Primera de lo
Penal del Tribunal Provincial Popular de La Habana, le fue notificada el
pasado 6 de diciembre de 2012 y, al amparo de lo autorizado en la Ley
procesal, su defensor estableció el Recurso de Casación pertinente ante
el Tribunal Supremo.
En resumen, que aunque no cabe descartar una decisión favorable de
parte de nuestro máximo órgano jurisdiccional, Ángel Santiesteban puede
tener sus días de libertad contados. Asombra que una historia tan
compleja discurra con un nivel de sugerencia que no cede en apatía y
mudez.
En efecto, la información llega a mi bandeja de entrada (cortesía de
cualquiera de mis contactos) y cuenta una anécdota que impacta por su
crudeza. Un escritor se queja, no cuando apagan las luces, no porque
tenga hambre. El extrañamiento se desvanece y nos conmina a percibir las
emociones desde un ángulo activo. Sin ningún humor. “No soy un tipo
problemático ni nada”, tal vez alega el acusado-personaje. No puedo
saberlo. No puedo responsabilizarlo por las infracciones que le imputan.
No puedo absolverlo. No puedo aseverar nada: nada se ha dicho en la
prensa (pues claro que no —se burlará seguramente algún listillo—,
tampoco dijeron nada del juicio de Agustín Bejarano en Miami).
Puedo decir solamente que conocí a Ángel Santiesteban, no con la
profundidad necesaria para llamarlo amigo; que me acercaron a él lazos
de fraternidad que no vale la pena mencionar ahora que mis afectos
masónicos no muestran signo de recuperación alguno. Puedo decir también
que he leído su obra y que he sido desde entonces un mejor ser humano,
mucho más abierto y sensibilizado con el dolor ajeno. Puedo decir, por
último, que un creador de su estatura no merece —aunque aplastado por la
peor de las desgracias—, que el resto de la noche transcurra en
silencio, hasta que al amanecer (como al protagonista de “Hambre”) lo
busquen para reintegrarlo a la galera.
El encarcelamiento de un escritor es bajo cualquier circunstancia una tragedia.
Y las tragedias nunca tienen un final feliz.
Foto tomada de: correodiplomatico.com
Publicado en : VerCuba