Un
vecino me decía que la re-involución del 59 le había quitado a los dueños sus
propiedades pero que no había encontrado un sustituto. El director de una
empresa jamás será el dueño, nunca tendrá el sentido de pertenencia de lo que
administra. Para ilustrar eso hay más de miles o millones de ejemplos, bastaría
ofrecer un país como este, desgastado, una cultura donde el robo no se mira
como delito porque sobrevivir a la
muerte no debe de ser castigable.
Un
hombre que, fuera del plan de trabajo de su puesto de carpintero, confeccione
un cortinero para venderlo y así poder garantizar la merienda de su hijo no es
condenable, aunque para ello haya tenido que utilizar herramientas del Estado,
y sustraer pedazos de madera y puntillas que no le pertenecen.
Una
cultura donde el concepto de “propiedad social” resulta tan ajeno y absurdo que
Marx y Engels se sentirían tan espantados ante el resultado que inspiró sus
teorías, que no dudarían un segundo en refutar su filosofía comunista.
Un
ejemplo de esto fue cuando, en días pasados, hubo de explotar una gasolinera en
Santiago de Cuba. El video de los hechos revela con minuciosidad toda la
ineptitud de las autoridades del lugar, desde los propios trabajadores del
Cupet, quienes, de inmediato, se lavaron las manos y tomaron distancia de los
acontecimientos --eso me recuerda aquello de: “regrese capitán”, cuando
abandonaba la nave en naufragio--, pero lo irónico de este caso fue que,
gracias a sus cobardías, el “Capitán” y los trabajadores de la gasolinera
salvaron sus vidas.
En
el video se puede ver la irresponsabilidad de los bomberos a pesar de llegar
antes que la policía. El carro antiincendio lo parquearon cerca del siniestro,
y se bajaron con la misma prisa que si hubiesen llegado a la playa en una
mañana veraniega. Miraron, ajenos, los acontecimientos como si no fueran de su incumbencia.
No corrieron a echar espuma, como se supone que hagan en este tipo de incendio,
no establecieron ninguna seguridad en el perímetro de peligro, sólo se
limitaron a ser parte del público que observaba, cómo aquellos hijos que nadie quiso llenaban los
tanques de sus motos usando los cascos, y cómo los vecinos venían con cubos
para abastecerse del preciado líquido, a expensas de pagar con sus indigentes
vidas el precio de tales imprudencias.
Por
supuesto que ocurrió lo inevitable, lo que el menos mentalmente capacitado hubiera
podido predecir desde el comienzo: ¡La explosión! Todo comenzó con la llegada
tardía de las autoridades policiales. De inmediato se propagó el terror que
ellos inspiran. Mirándolo fríamente: tomar aquella gasolina de un charco en
medio de la calle no era un delito, hasta si se quiere era provechoso, porque
sería menos el líquido derramado. Pero, como si hubiera llegado la guardia
rural a repartir plan de machete, aquellos jóvenes decidieron poner distancia y,
con prisa, desesperación, y aún eufóricos por haber obtenido alguna ganancia
sin aparente “sacrificio”, decidieron encender sus motos, y entonces, con la
primera chispa, detonó la bomba.
Todo
aquel grupo que se presenta en el video quedó encerrado en la trampa del fuego.
Para la mayoría fue como un abrazo de muerte. La reacción general del pueblo de
Cuba era unánime y coincidente: primero hacia la inactividad de los
trabajadores y el Jefe de Turno de la gasolinera al no interrumpir la entrada
de corriente eléctrica al establecimiento para así detener el flujo de
combustible; después, la inutilidad de los bomberos al no asumir, ejercer y
cumplir con lo establecido en esos casos; luego, por la tardía llegada de los
agentes del orden en su desvencijado Lada patrullero, que hizo entrada como una
vieja carreta que viene a buscar los gladiadores muertos en el Coliseo romano.
A todas estas, tampoco aparecieron con la brevedad que se requiere, los dirigentes
políticos del Gobierno para evitar el siniestro que se abocaba como la noche.
Fue
una cadena tan grande de ineficacias, digna de ser acogida por los Record
Guiness, (muy semejante a la tragedia ocurrida en la planta nuclear de Chernobyl);
pero lo peor de todo es cómo comprender cuán grande es la miseria en que
subsiste nuestro pueblo que llevó a las víctimas a cometer tamaña estupidez.
Eso me hizo pensar en todos los habitantes del archipiélago cubano que se han
lanzado al mar, conscientes de tal acto de suicidio. Tenemos asumida una
cultura del peligro donde el “que sea lo que Dios quiera”, es la frase
determinante que decide nuestras vidas. Para la mayoría de las familias cubanas
resulta muy normal haber sufrido la pérdida de un ser querido en el Estrecho de
la Florida, allí hemos vertido millones de lágrimas y plegarias por nuestros hermanos
desaparecidos. No alcanzarán todas las flores de todas las primaveras del mundo
para homenajear a los que ofrendaron sus vidas en el intento de cruzar las
agónicas noventa millas de mar que nos separa de la tierra prometida en busca
de una libertad tan largamente soñada por nuestro pueblo.
Una
de las lecciones que deja la explosión en la gasolinera de Santiago de Cuba es
que esas personas perdieron la vida por unos pocos litros de gasolina, es decir:
cinco o seis cuc, ese fue el valor que le dieron. Otra lección es que la ineptitud
del “Gobierno” cubano fue absoluta y a todos los niveles. Y, si sirve de algo,
casi con días de diferencias, a mayor o menor escala, la explosión en la
refinería de Apure en Venezuela, y la gasolinera de Santiago de Cuba, ambos hechos
coinciden, quizás en un aparente aviso de Dios de que, con el tiempo, Venezuela
se convertirá en el espejo de Cuba: en una ineficacia totalitaria.
Que
Dios proteja a Venezuela, porque de Cuba muchos cubanos creen que hace mucho
tiempo Él ya se olvidó.
Ángel
Santiesteban-Prats