Foto Yoandri Jiménez
UN AMIGO PERIODISTA DE Bayamo me contó que en el año noventa tenía seis años, iba camino a la escuela y su madre le habló sobre el período especial. De alguna manera, intentaba prepararlo para la contienda que se avecinaba. Luego ella le confesó que no tenía idea de hasta dónde y cuánto se iba a recrudecer. Jamás imaginó ver y hacer lo que después enfrentó la sociedad cubana.
Mi amigo periodista recuerda a a su padre y hermano mayor, graduado de ingeniero o cibernético, cuando iban en bicicleta cuarenta kilómetros, sólo de ida, a recoger cangre de yuca para los conejos que consiguieron a cambio del televisor. Su papá dijo que la telenovela no era más importante que la nutrición. Su madre cerró los ojos y se mordió la lengua. Mi amigo desde su infancia justificada, protestó, exigió su espacio de dibujos animados. Su viejo lo interpeló asegurándole que eso tampoco era más primordial que su alimentación. En aquel entonces, pensó que su progeniitor era injusto, pues su horario de aventuras era más significativo que la comida. Luego que recogían el cangre, regresaban otros cuarenta kilómetros, pero ambos con el peso de un saco en la parrilla de la bicicleta.
Por suerte no recuerda los zapatos de tela que su madre le cosía, pero no puede olvidar el olor de arroz con tomate que su familia comía para reservarle a él, el último huevo de la cuota.
También recuerda la discusión entre su padre y el hermano, quien exaltado, exigía a el derecho de esconder en el mismo saco de cangre, algunos pedazos de yuca abandonados en el campo después de la cosecha. Su papá negaba con rabia: en mi casa no se roba, carajo. Su hermano aseguró que entonces no le quedaba otro camino y los besó a todos, aunque su padre no le respondió el gesto.
Pensaron que a lo sumo, se iría a de la casa por unos días, luego regresaría. Y pasaron los primeros días. Cada vez que tocaban a la puerta el viejo hacía un gesto por abrir, pero prefería mantenerse en su lugar y que lo hiciera otro, balbuceaba.
Entonces llegó la llamada telefónica a la casa del vecino. Apúrate, que es de larga distancia, gritaron.
–Ahora qué hace ese muchacho en La Habana –rezongó. Y rechazó las ganas de correr, preguntarle cómo estaba y cuándo regresaba a casa.
Mi amigo recuerda que su madre regresó llorando. Su papá protestó, se lloraba sólo por los muertos, dijo.
–Casi –dijo la madre.
El padre se mantuvo tenso, algo iba a suceder en su familia.
–Nuestro hijo está en Miami –dijo ella.
Mi amigo recuerda que su padre comenzó a llorar como si fuera un niño y no había nada que lo calmara. Los conejos comenzaron a sacrificarse pues el viejo perdió la voluntad, las fuerzas para recorrer aquella distancia.
Ahora mi amigo es periodista, hizo la universidad en Santiago de Cuba, y gracias a la ayuda económica de su hermano, pudo mantener su vida en esa ciudad desconocida y sin familia que lo pudieran auxiliar. Tiene computadora. Ropa y dinero en el bolsillo.
–Gracias a mi hermano –me dice–. Lo que no puedo entender ni perdonar, es que si ambos somos profesionales, ¿por qué tengo que vivir de su dinero?
Mi amigo periodista recuerda a a su padre y hermano mayor, graduado de ingeniero o cibernético, cuando iban en bicicleta cuarenta kilómetros, sólo de ida, a recoger cangre de yuca para los conejos que consiguieron a cambio del televisor. Su papá dijo que la telenovela no era más importante que la nutrición. Su madre cerró los ojos y se mordió la lengua. Mi amigo desde su infancia justificada, protestó, exigió su espacio de dibujos animados. Su viejo lo interpeló asegurándole que eso tampoco era más primordial que su alimentación. En aquel entonces, pensó que su progeniitor era injusto, pues su horario de aventuras era más significativo que la comida. Luego que recogían el cangre, regresaban otros cuarenta kilómetros, pero ambos con el peso de un saco en la parrilla de la bicicleta.
Por suerte no recuerda los zapatos de tela que su madre le cosía, pero no puede olvidar el olor de arroz con tomate que su familia comía para reservarle a él, el último huevo de la cuota.
También recuerda la discusión entre su padre y el hermano, quien exaltado, exigía a el derecho de esconder en el mismo saco de cangre, algunos pedazos de yuca abandonados en el campo después de la cosecha. Su papá negaba con rabia: en mi casa no se roba, carajo. Su hermano aseguró que entonces no le quedaba otro camino y los besó a todos, aunque su padre no le respondió el gesto.
Pensaron que a lo sumo, se iría a de la casa por unos días, luego regresaría. Y pasaron los primeros días. Cada vez que tocaban a la puerta el viejo hacía un gesto por abrir, pero prefería mantenerse en su lugar y que lo hiciera otro, balbuceaba.
Entonces llegó la llamada telefónica a la casa del vecino. Apúrate, que es de larga distancia, gritaron.
–Ahora qué hace ese muchacho en La Habana –rezongó. Y rechazó las ganas de correr, preguntarle cómo estaba y cuándo regresaba a casa.
Mi amigo recuerda que su madre regresó llorando. Su papá protestó, se lloraba sólo por los muertos, dijo.
–Casi –dijo la madre.
El padre se mantuvo tenso, algo iba a suceder en su familia.
–Nuestro hijo está en Miami –dijo ella.
Mi amigo recuerda que su padre comenzó a llorar como si fuera un niño y no había nada que lo calmara. Los conejos comenzaron a sacrificarse pues el viejo perdió la voluntad, las fuerzas para recorrer aquella distancia.
Ahora mi amigo es periodista, hizo la universidad en Santiago de Cuba, y gracias a la ayuda económica de su hermano, pudo mantener su vida en esa ciudad desconocida y sin familia que lo pudieran auxiliar. Tiene computadora. Ropa y dinero en el bolsillo.
–Gracias a mi hermano –me dice–. Lo que no puedo entender ni perdonar, es que si ambos somos profesionales, ¿por qué tengo que vivir de su dinero?