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8 de agosto de 2012

Detención de Antonio Rodiles: culpable del libre Estado de Sats

Cuando el cortejo fúnebre salía de la capilla del Cerro con el cadáver de líder político Oswaldo Payá, apenas había avanzado unos metros, se detuvo por espacio de veinte minutos. Algo ocurría en el comienzo de la caravana. Varias personas salieron del auto para averiguar; temíamos lo peor aunque deseábamos que nada ocurriera y nos dejaran dar cristiana sepultura a nuestro muerto.

Mientras celebrábamos la misa oficiada por el Cardenal Jaime Ortega Alamino, afuera, las autoridades tramaban el enfrentamiento. Me asomé a la puerta de la iglesia, miré hacia la calle y pude reconocer los rostros de los Agentes de la Seguridad del Estado, pero allá, al final, donde termina la Calzada del Cerro, vi a un oficial hablándole a un numeroso grupo de civiles. Recordé que era algo muy parecido al operativo que hacen cada vez que se reúnen las Damas de Blanco en su sede: la casa de su líder espiritual, la luchadora Laura Pollán. Grabé algunas imágenes de lo que sucedía e hice un acercamiento hasta donde me permitió el lente de la cámara. De todas formas no podía creer que planearan algo semejante en medio de aquel dolor, que irrespetaran a la familia del difunto, al Cardenal y a toda la comitiva de la Iglesia Católica, además de las televisoras y periodistas internacionales que cubrían el acontecimiento. Pero a pesar de las constantes pruebas de abuso gubernamental, aún insistimos en ser ingenuos, como si esa actitud nos salvara de contagiarnos con toda la maldad que siempre nos rodea.
Lo cierto es que la novia de Antonio Rodiles, Ailer González, con la intención de averiguar qué sucedía, se bajó del auto, y, al llegar a la multitud, pudo presenciar cómo apresaban a Fariñas y a otro grupo de opositores. Ella exigió que los liberaran y los policías la empujaron también y la introdujeron a golpes en una guagua Yutong que tenían preparada a modo de calabozo rodante. Y, ahí dentro, les siguieron pegando.
Antonio, impaciente al ver que su novia no regresaba, salió a buscarla. Mientras camina escuchó a un Agente de la Seguridad que le gritó a otro que estaba cerca: mira, por allí va Aleaga, vamos a llevárnoslo. Rodiles observa que Aleaga ni siquiera está tirando fotos, solo camina por la acera, y les dice a los “segurosos” que lo dejen tranquilo. Ellos lo miran y le responden: vamos, que tú también te vas. Él se niega, mientras ve que a Aleaga se lo llevan maniatado hacia un auto. Rodiles se resiste a que lo suban a otro auto, finalmente lo acuestan sobre el asiento trasero y dos fornidos Agentes se le suben encima para inmovilizarlo con el peso de sus cuerpos.

Fariña devuelve bofetada.
El abogado Vallín me acompañaba en el auto, y al intuir que algo sucedía en el comienzo, nos bajamos, y cuando nos disponíamos a ir hasta el lugar, el cortejo reinició su marcha, y volvemos al auto. En la Calzada del Cerro ya se había armado un operativo de las fuerzas represivas, alcancé a ver a una mujer con los grados de coronel, haciendo señas para que la caravana continuara. Tenían dos guaguas Yutong en cada vía de la calle, que impedían el tránsito. Sin distinguir los rostros pude ver también que dentro del ómnibus varias personas se daban golpes. Luego supe que uno de ellos era Fariñas, a quien en ese instante le dieron una bofetada, a la que él ripostó con la misma energía. En ese ómnibus iba Ailer; y dice que el forcejeo se mantuvo por un rato, que el chofer emprendió camino rumbo a las playas del este de la Habana. Que hubo un momento en que pensó que se iban a volcar, que el ómnibus parecía un columpio y tuvo la impresión que el chofer perdería la dirección, que se iban a matar y comenzó a rogarle a Fariña que se detuviera, porque éste continuaba la trifulca con los Agentes que intentaban golpearlo. Fariña la miró y comprendió su temor y se fue apaciguando para complacerla y lograr que se calmara. Fue un acto humano y de caballerosidad que hizo la diferencia con los verdugos del gobierno, quienes prosiguieron con sus ofensas y provocaciones.

Ailer maniatada.
La llevan hasta un local que parecía un albergue o aula abandonada, y le dicen que les entregue la memoria de la cámara fotográfica. Ella ya se había asegurado de sacarla de la cámara y guardarla en su bolso. Y se niega a entregarla, advirtiéndoles que están violando las leyes de ellos mismos, que ha sido secuestrada en plena vía pública, y que le asisten derechos civiles que ella conoce muy bien. Pero entran dos mujeres y un hombre y la empujan, la tiran sobre el piso para inmovilizarla y quitarle el bolso. Ella les grita que un día tendrán que responder por sus abusos, y que con sus actitudes represivas mancharán el nombre de toda sus familias. Les advierte que padece del corazón y que tiene arritmia. Ellos se muestran temerosos. Al rato la llevan hasta las afueras del hospital militar Naval, le dicen que se baje del auto. Y allí la dejan abandonada.

Rodiles se niega a entrar al calabozo.
Cuando llevan a Rodiles a la unidad policial, recién ha llegado Aleaga. Los “segurosos” continúan provocando, le quieren hacer entrar en una celda pero no pueden lograrlo a pesar de los empujones, les han dado muchos golpes, arañazos y tiene la ropa raída. No soy un delincuente, les dice Rodiles, no he cometido ningún delito y no voy a entrar en ningún calabozo.
Un teniente coronel de la policía interviene y le dice a los “segurosos” que le permitan conversar con él: mira, dice, te doy mi palabra que no dejaré que te lleven a la celda, pero antes tienes que darme los cordones de los zapatos y el cinto, eso es obligatorio; los pondré en el salón de espera. ¿Y a Alega también?, pregunta Rodiles. El oficial se le queda mirando y comprende que tendrá que ser así o continuara su protesta. Está bien, él se queda contigo, le responde. Los “segurosos”, en contra de su voluntad, aceptan mantenerlos fuera de la celda.

Nos reciben las campanas en el cementerio.
Llegamos al cementerio preocupados, no entendíamos bien qué había sucedido. Alguien dijo que habían detenido a Rodiles, Aleaga, Ailer, Fariñas, entre otros muchos disidentes. Cantando, acompañamos los restos de Oswaldo Payá, desde la entrada hasta la Capilla, luego hasta su tumba. Aquella muerte nos había cambiado la vida. Nos había enseñado, una vez más, la falta de escrúpulos del gobierno cubano. Pese a ello, coincidimos en que Payá había recibido las honras fúnebres dignas de un Presidente. Aquel último espacio lo recorrí abrazado al gran poeta cubano Rafael Alcides, que, convaleciente de un recién ingreso por su diabetes, no había querido dejar de rendirle su respeto y el último adiós al hermano de lucha.
Me dijo que por supuesto todos los luchadores como Payá estamos conscientes del riesgo que enfrentamos cuando se desafía a un gobierno totalitario. Pero ya sabemos que a pesar de que exponemos la vida, es imposible evitar nuestra protesta.

Exigiendo libertad frente a la unidad policial.
Nos habían dicho que Alega y Antonio continuaban detenidos en la 4ta Unidad Policial de Infanta. En media hora ya habíamos acudido, junto a un grupo de jóvenes luchadores, Yoanis Sánchez, Reinaldo Escobar y Santana (el escritor), a acompañar a los familiares de los arrestados que esperaban a las afueras de la estación. Allí encontré al abogado Vallín quien entraba, cada cierto tiempo, a exigir que al menos les presentaran las órdenes de arresto, lo cual todavía no habían hecho; les advirtió que los detenidos estaban allí como secuestrados, en franca violación de las leyes vigentes.
Al poco rato salió un Mayor de la policía para pedirle a Vallín que hablara con nosotros y nos dijera que nos fuéramos para nuestras casas. Para ese entonces ya éramos más de veinticinco personas. Vallín nos comunicó el deseo del oficial después que éste se hubiera retirado. Nos dio risa que el oficial pensara que, sólo por pedirlo, nos retiraríamos. Al rato volvió a salir el Mayor y nos advirtió que no podíamos estar en ese lugar (permanecíamos justo en la acera de la unidad policial). Nos dijo que en veinte minutos iban a soltar a los detenidos. Entonces decidimos ir para la acera del frente. Regresó el Mayor y nos dijo que allí tampoco podíamos estar. Para facilitar la libertad de Antonio, decidimos retirarnos unos quince metros, nuestra posición ya no quedaba exactamente frente a la unidad. Pero pasaron aquellos veinte minutos que nos prometieron para liberarlo; y soportamos hasta una hora. Entonces a alguien se le ocurrió hacer “una pequeña presión geográfica”, y regresamos al punto donde estábamos antes, justo en la acera frente a la unidad. Desde allí podíamos observar todos los movimientos que acontecían en la carpeta. El Mayor regresó y nos dijo que era el Jefe del Municipio, y que si continuábamos allí nos tendría que enviar las “fuerzas del orden” para movernos. Ya éramos más de treinta los que exigíamos la libertad de nuestros hermanos. Había llegado el escritor Orlando Luis Pardo, su novia y una amiga.
Le dijimos al oficial que sentíamos mucho hacerlo pasar por aquel momento, dado que él se había mostrado paciente y, en todo momento, se había dirigido a nosotros con respeto, pero que lo instábamos a cumplir con su palabra. Reinaldo Escobar le dijo que se pusiera en nuestra posición, que si él era capaz de abandonar a un compañero en esas circunstancias, que incluso no sabíamos en qué condiciones se encontraba Antonio, si estaba golpeado. El oficial intentó negar nuestras sospechas, diciendo que ellos no daban golpes, pero cuando le enseñamos las heridas que hacía poco había recibido por parte de las fuerzas represivas, entre otros detenidos, Ailer -quien acababa de unirse a nosotros-, el militar prefirió callar, y, a pesar de todo, parecía comprendernos, o tal vez nuestra decencia y postura le simpatizaba. Finalmente le dijimos que si él estimaba que debía apresarnos, estábamos decididos a acompañar a Antonio dentro del calabozo. Que no tuviera ninguna objeción en cumplir con su deber.
Entonces se fue y no volvió a regresar. Al rato soltaron a Aleaga, y mientras salía aplaudimos delante de todos sus captores. Pero si pensaron que nos conformaríamos con uno de los dos tenidos, se equivocaron; se quedaron esperando qué haríamos, y cuando vieron que continuaríamos plantados, entraron a idear otra acción contra nosotros.
Media hora después apareció un camión de la Brigada Especial, venía repleto de guardias. También llegaron dos ambulancias. En una esquina comenzaron a reunirse agentes de la Seguridad del Estado, vestidos de civil. Ailer vio a algunos de los que le habían dado golpes, y aprovechó para decirles en su cara abusadores y que algún día tendrían que pagar por esos abusos. Los hombres no contestaron. Le dieron la espalda y los vimos subir las escaleras para guarecerse dentro de la unidad policial.
Alguien llamó por teléfono para decirnos que a Fariñas se lo llevaban en una patrulla para su provincia. Al rato se nos acercó un “seguroso”: un negro como de dos metros de estatura, que, para provocarnos, se apostó muy cerca de nosotros. Pero su presunta valentía era solo un alarde para sus compañeros que lo observaban, porque Reinaldo Escobar también fue a su encuentro, y cuando pasó a sus espalda, vi los ojos acobardados del “seguroso”, su cuerpo de dos metros se achicó, y se volteó para seguir a Reinaldo con la vista, como si temiera ser agredido, algo que jamás haría Reinaldo, todo lo contrario, pues lo que hizo fue fingir una llamada para que él lo escuchara, como si le dijera a alguien que todo estaba bien. Luego el provocador también sacó su teléfono e informaba que éramos unos payasos. Yo tomé el mío y para que él me escuchara y dije que no había problemas, que su provocación eran solo puras monerías. Entonces el negro se alejó rápido con la frustración de no haber recibido la orden de golpearnos y sacarnos de allí a la fuerza, como eran sus deseos.
Después de la una de la madrugada, Vallín y Reinaldo hablaron con la Coronela, que dijo ser la Jefa de la Unidad. Vallín le dijo que tenían veinticuatro horas para tomar la decisión de acusar o no al detenido, y para definir el delito por el cual lo juzgarían. La oficial reconoció que era cierto, según las leyes, y confirmó que a las diez de la mañana se cumplía el plazo, y que entonces informaría qué harían en ese caso, que por ahora estaban estudiando la decisión a tomar. Vallín y Reinaldo dejaron claro que era un acuerdo, y la Coronela aceptó.
Los ancianos padres de Antonio dijeron que mientras estuviéramos allí ellos no se irían. Entonces acordamos llevarlos para su casa y reunirnos a las diez de la mañana. Los ancianos aceptaron. Y todos nos fuimos.

A las diez de la mañana se decidía el futuro de Antonio.
Cuando llegué frente a la unidad policial con el abogado Vallín, ya ahí estaban los padres de Antonio, la novia y algunos otros opositores. Obligados a permanecer sentados al sol en la acera del frente de la estación, no dejaban que nos acercáramos, de hecho ningún peatón podía transitar por el lugar. Toda la calle estaba bloqueada por carros de patrulla y policías. Tuvimos que esperar a veinte metros de la unidad. Cuando Yoanis y Reinaldo llegaron, apresuraron sus pasos para unirse con los padres de Antonio, y los policías intentaron impedírselo, pero ellos, como atletas experimentados de la oposición, lograron esquivarlos y sentarse en el muro donde estaban los ancianos. Un Capitán de la policía dijo que no podían quedarse allí, y Yoanis y Reinaldo les hablaron de leyes y derechos ante los que los policías quedaban atónitos. Solo les restaba ejercer la fuerza, pero esa orden de confrontación la evitaron todo el tiempo. Tenían muy próximo en el calendario su fatídica fecha de celebración por la derrota del 26 de julio y no querían empañarla, ya era bastante con la misteriosa muerte de Oswaldo Payá.
De inmediato salió la Coronela, eran las diez y diez de la mañana y debía cumplir con el acuerdo. Habló con los padres y luego con Vallín, la decisión era que sería liberado, y en ese momento vimos que Antonio salía en un auto patrullero y nos saludaba. La Coronela dijo que el detenido sería llevado hasta su casa.
Cuando llegamos a casa de Antonio, él ya el estaba allí, y nos contó los abusos que le cometieron, todo el horror que sus represores le hicieron padecer para obligarlo a claudicar; vimos sus ropas raídas, los golpes y arañazos en su cuerpo.
Todos regresamos a nuestras casas sabiendo que Antonio, Ailer, Aleaga, Fariña y el resto del grupo ya se encontraban en las suyas, deseando descansar, hasta que un nuevo aviso nos alerte de que otra injusticia se ha cometido, y tengamos que hacer otro acto de presencia por la libertad de Cuba y la de nuestros hermanos.
Aquellas horas nos sirvieron para empujar el muro de la dictadura que nos oprime unos centímetros más. Sabemos que la peor parte de esta difícil lucha aún no ha llegado, que para alcanzar la democracia nos faltan muchos sacrificios. Pero lo bueno es que en estos días confirmamos que, a pesar de toda la represión del régimen castrista, los cubanos dignos estamos prestos a entregarnos por los ideales que murió Oswaldo Payá.

Ángel Santiesteban-Prats.

      

 
             

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente su crónica sobre este vergonzoso hecho protagonizado por las fuerzas represivas castristas que una vez mas demostraron su total desprecio hacia los ciudadanos y la materia de un mártir de la patria.

Anibal de la Vega dijo...

Estremecedora crónica de los sucesos acaecidos en el funeral y entierro de Oswaldo Payá.
Una salvedad: mencionar dos veces que era negro, no es necesario, con una vez basta para imaginar el escenario. Si hubiese sido blanco quizá no se habría mencionado el color de su piel. Hay que tener mucho tacto a la hora de escribir. Quizá el que escribe no lo haga por racista, pero en nuestra intimidad debemos cuestionarnos todas nuestros pensamientos, nuestras propias ideas acerca de las cosas e incluso de nosotros mismos, de nuestra más profunda intimidad.
¡Un saludo!

Anónimo dijo...

sobran los huevos de tu lado..... falta mucho coraje del otro.... que bueno que se enfrentan a ratas... ahorita veras como empiezan a abandonar el barco....