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6 de octubre de 2010

El color de la vida

Camilo Cienfuegos, por Alexis Esquivel

ESA MAÑANA MI Madre no amenazó con que si dejaba el desayuno no iría al estudio de Salvador para verlo pintar. Esas palabras bastaban para que aceptara cualquiera de sus mandamientos.
Salvador se había acostumbrado a mi presencia. Aprendí a no molestarlo. Desde una esquina
observaba su ritual de prepara ar los óleos con el cuidado del gran alquimista. Intentaba aprender cada gesto porque aspiraba a ser su amanuense. Para mí la felicidad era poder algún día sostener su paleta, apretar los tubos, y hasta con el tiempo, ayudarlo en un trazo preciso. Me deleitaba mirar cómo el lienzo iba cediendo espacio a otros colores. Sin querer me introducía en un mundo de líneas, puntos, calidoscopios de imágenes que nunca eran repetidas. Al final, fatigado, lo tapaba con un paño blanquísimo para protegerlo de e los ojos de su hija y su esposa.

Pero esa mañana mi madre no mencionó a mi amigo Salvador. Y yo como símbolo de desobediencia dejaba el vaso de leche completamente lleno. Miraba a sus ojos pero ella me evitaba. Dijo que ya no podría verlo pintar: falleció al a amanecer. Desconocía esa palabra y alcé los hombros. Entonces explicó que la muerte era como el tío que se fue en balsa y no volveríamos a ver. Y corrí a tomarme la leche, no quería ese castigo, pero ella me detuvo para apretarme contra su pecho. Esa mañana me quedé dormido sobre el sofá y tuve fiebre. Las vecinas pasaban cerca de mí y me observaban con lástima. Con misterio se hablaban al oído. El estudio de Salvador no lo volvieron a abrir en mi presencia. Perdí el apetito y mis espacios parecían que nunca podrían volver a llenarse.

Hasta que miré por la ventana de la casa de Salvador y lo vi escondido en el verde de su último cuadro, se puso un dedo en los labios para que no lo descubriera, entonces reí. Callé el último secreto que él compartía conmigo. Me enseñó a no revelar los temas que pintaba cuando preguntaran los curiosos. A veces me sorprendían conversando con él. Me bastaba con saber que seguía allí, dándole los toques finales a un cuadro inacabable. Por eso, a partir de ese día en que conocí que la muerte no es concluyente, estoy loco para el resto del mundo. Comenzaron a darme pastillas que el sicólogo recomendó.

Desde esa experiencia lucho contra lo que parece definitivo. Sé que detrás de cada aliento, imagen y palabra, existe el arrojo de alguien que espera con paciencia ser escuchado, visto, nombrado. La oportunidad también es un grito de esperanza.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nadie muere definitivamente, al menos durante una o dos generaciones queda en el recuerdo de quienes lo conocieron.
Salvador va a estar, mientras vivas, en ti.