El
escritor Ángel Santiesteban-Prats ha sido condenado a cinco años de cárcel por
la pandilla de asesinos que, hace más de 50 años, subyuga a todos los seres
vivos que habitan la bella y siempre Fiel
Isla de Cuba.
Esa
condena era tan esperada por el propio Ángel, como por todos los que, con él,
hemos sufrido el proceso que los represores oficiales del régimen de los
hermanos castros han sometido al afamado escritor durante los último dos años.
Y
es que no se podía esperar menos de unos delincuentes que, con el argumento de
que un mulato sargento llamado Batista nos había inculcado (esa era una de las precarias palabras usadas en aquella
época por todos los bandos en conflictos mientras aportaban abundantes víctimas
inocentes al denso discurso político de nuestra próspera república) las
libertades establecidas por una utópica constitución, aprobada desde la década
de los años 40 del pasado siglo, e irrumpieron, con sus eficaces metralletas
americanas, sus apestosas boinas gallegas, sus barbas piojosas, sus grasientos
pelos largos, y sus manos manchadas con la sangre de miles de paisanos, en la
vida de todos los cubanos vivos y por nacer.
A
Ángel y a mí nos cogió esa rueda sangrienta, varios años después, cuando todos
esos señores feudales, provenientes de una estirpe española de la región de
Galicia: inmunda, llena de gente bruta, cochina, fea, obesa, de mala leche,
racista, envidiosa, aburrida, miserable, rencorosa, abusadora, traicionera,
cobarde (la parte de España que, con los vascos, se disputa el trono ibérico de
los hideputas. Pido disculpas a todos los gallegos y vascos que intentan
aparentar, infructuosamente, ser unos malvados, tal y como sus
culturales destinos los han marcado irremediablemente) nos atraparon en una
dinastía cuya crueldad aún es ignorada por todas las instituciones mundiales,
encargadas de velar por la vida y la dignidad de los seres humanos que
habitamos este, nuestro único planeta.
Nosotros
somos, como bien Ángel nos bautizó, Los Hijos que Nadie Quiso, es decir, las
víctimas, los siervos de la gleba, los esclavos, las proles destinadas a
satisfacer las demandas de los hijos de un cochino oficial gallego de apellido
Castro, que vino a la Isla de Cuba con el satánico Valeriano Weyler, y que,
imbuido del precoz espíritu fascista del mal nacido mallorquí, inició a sus
ilegítimos hijos en la tarea de convertir, como a su finca de Biran, a nuestra mulata Isla, en un campo de
concentración peor que los perpetrados por los nazis alemanes.
Agonía,
muerte, tristeza, hambre, persecución, acoso, tortura, sufrimiento, sobre todo
eso: mucho sufrimiento, intentaba explicarle, el otro día, a mi hijo americano,
en mi precario inglés o en mi profuso español, cuando me preguntó, en medio de
su felicidad juvenil por haber ganado sus partidos de tenis, qué recordaba yo
de mi juventud a la edad de sus maravillosos 14 años. Yo no me atreví a
recomendarle la lectura de mi ineficaz novela La Casa del Sol Naciente, pues Andy era tan feliz, era tan bello en
su dicha, que me pareció de mal gusto echarle a perder su perfecta adolescencia
con los horrores de mis 30 años de agonía padecida en la Isla del Diablo.
Las
caprichosas masacres de los modernos déspotas isleños que aún padecen todos los
herejes que se atreven a desafiar, intelectualmente, el oprobioso sistema de
propaganda que sustenta al régimen imperante en la Isla de Cuba, será un
estigma que penderá sobre todos los “intelectuales” inertes y/o comprometidos
con esa mierda, y que se han mantenido, durante sus humillantes existencias,
temblorosos y apendejados, ostentando una categoría que no les pertenece.
Creo
que fue Miguel Correa el que me mostró, al inicio de mi fecundo exilio, una
diáfana noche en su apartamento de New Jersey, a orillas del Hudson, bajo los
influjos de un buen vino y una excelente marihuana, una copia de un ensayo de
su gran amigo y cúmbila Reinaldo Arenas que hablaba de las trasgresiones. En el
ensayo Arenas esbozaba la tesis de que todo artista es un transgresor, una
especie de disidente, un hereje, que las grandes obras se caracterizan por su
rompimiento crítico con el medio que la propicia o que, incluso, la nutre.
La
extraordinaria obra narrativa de mi hermano Ángel hace precisamente eso, no hay
un solo texto de él que yo no haya leído con una intensa exaltación de todos
mis sentimientos. Sus cuentos portan una intensidad única en la narrativa
cubana, comparable, sólo, con los cuentos de Lino Novas Calvo, pero, sobre todo,
con la narrativa corta norteamericana, la que, a pesar de tantos pesares, ha
sido la que más nos ha influido.
Y
es que a los escritores americanos les interesa mucho la realidad o, mejor
dicho, la violencia, a veces muy cruel, con que la realidad golpea a los seres
humanos.
Desde
Poe o quizás desde Melville, pasando por Twain, y todos esos genios de la
llamada generación perdida: Fitzgerald, Dos Passos, Hemingway, Faulkner y
Steinbeck, hasta los autores del realismo sucio quienes, con su estilo
minimalista, escogen, meticulosamente, aquellas “reales” fotos que les permiten
crear una incesante cadena de impactos emocionales, que llega, en muchos casos,
a abrumar tanto, que el lector termina odiando al escritor.
Autores
como Charles Bukowski,
Raymond Carver
o el impresionante Chuck Palahniuk, son algunos de los narradores
que, como Ángel, incluso como el nunca publicado en la Isla del Diablo: Pedro
Juan Gutiérrez, y, también, nuestro hermano generacional, Amir Valle,
establecen una contienda agónica con sus lectores, un forcejeo sentimental,
donde pululan sublimes traidores, indefensos pedófilos, apetecibles
homosexuales, plañideros guapos, putas románticas, el policía bueno, el
alcohólico feliz o el narcómano zombie.
Son todos ellos los escritores que se han atrevido a
enseñarnos la monstruosa cantidad de mierda que somos capaces de producir los
seres humanos, en nuestro patético trascurso hacia la muerte, en nuestra
estúpida lucha por sobrevivir en este infierno que nos ha tocado padecer.
Pero, a diferencia de todos esos famosos autores que he
mencionado, las narraciones de Ángel tienen algo especial que, a pesar de
enseñarnos la parte apestosa de nuestras vidas,
a pesar de que sus personajes comparten este infierno común, ellos no se
resignan a esta existencia abyecta que tienen que aguantar, y por eso se
revelan; no al estilo de los héroes románticos del siglo 19, que buscaban una
trascendencia gloriosa, o una condición simbólica, eminente, no, nada de
películas de Hollywood con pistoleros justicieros, o de cine japonés con
Samuráis cuyos códigos pretenden una exaltación inverosímil del hombre.
Los héroes de Ángel Santiesteban-Prats nos enamoran con sus
sublimes destellos individuales, pequeños, ajustados a una situación narrativa
precisa; esos cotidianos destellos que tú y yo somos capaces de producir ante
las injusticia que encontramos todos los días, por ejemplo, en nuestro centro
de trabajo, en nuestra celda de preso de conciencia, en nuestros hogares, o en
el barrio que habitamos
Ángel no quiere ser el malo, se resigna a esa satánica
condición generacional. Por eso siempre le da un chance a todos sus personajes;
no es que los justifique, sino que los eleva a una categoría esencial, humana;
no concibe que nadie, como él, sea tan perverso como para no merecer el amor o
la muerte digna, aún cuando esa muerte se produzca por una causa en la que el
personaje no cree, no entiende y que, en todo caso, le es ajena, indiferente,
digamos, obligatoria.
Uno escribe como puede, y, si es sincero, como es. Leer los
cuentos de mi hermano Ángel me da tanta nostalgia que, para los que lo
conocemos personalmente, nos parece como si su imagen emergiera del texto para
propinarnos un abrazo, para irradiarnos, como ningún otro escritor de nuestra
perdida generación, ese sentimiento de pertenencia a un paradiso tan extraño,
tan difícil de encontrar en un mundo cargado con tanta falsa egolatría, con
tanta mala envidia, como el mundo del arte y la literatura cubana de la
revolución.
Para los narradores de mi maléfica generación, nuestro
Ángel era Santiesteban: ese tipo grande, alegre, que creo recordar con más de 6
pies de estatura, fuerte, de rostro mofletudo, como dice Amir, extremadamente
humilde, que se nos aparecía veloz en su moto alemana, con una timidez
insoportable, a enseñarnos unos descomunales cuentos perfectos. No podíamos
envidiarlo; su grandeza era tan sublime, tan esencial para la literatura
cubana, que había que “embarajar” la cosa, pasarse con ficha, limitarnos a
estrujar todos las cuartillas que, con tanto esmero, habíamos elucubrado,
inútilmente, en pos de nuestra literatura.
Pero él nos quería tanto, les hacíamos tanta falta para
vivir que un día, no hace mucho, me dijo que sin nuestra presencia ahí, sin
todos sus hermanos muertos, asesinados o emigrados de en la Isla del Diablo,
sin nuestra fraternal competencia en los concursos literarios, sin todas
aquellas intensas tertulias nacionales, le resultaba muy difícil seguir
escribiendo los mismos textos, seguir la huella, tal vez sin saberlo, de los
maestros griegos que fundaron nuestra occidental y superior cultura.
Ángel Santiesteban ha escogido una de las vías que,
desgraciadamente, los cubanos venimos padeciendo desde nuestra incierta
fundación nacional; me refiero a la categoría de mártir. Quizás sea porque la
desproporcionada belleza de nuestra Isla incite a la perfección, a la sublime
condición humana, y que la fea “realidad”, producida por nuestros paisanos sea
tan contrastante con esa naturaleza, que provoque los tan extremados conflictos
que sufre nuestra conciencia nacional.
No voy a pedir solidaridad continental o latinoamericana por la libertad de Ángel, pues los cubanos
estamos acostumbrado, en estos más de 50 años, a la soledad, al desamparado
clamor en el desierto, al desprecio de todos nuestros hermanos de raza; somos,
como bien nos bautizaron: los “judíos del caribe”. Pende sobre nuestras
cabezas, una maldición inexplicable, irracional, incomprensible que, a pesar de
todo, nos hace invencibles, como al escarnecido pueblo de Israel, que enfrenta
una multitud de almas satánicas que apelan, con su islamismo, al exterminio de
su dignidad humana.
Pero aquí tienen los que ostentan la vergonzante categoría
de miembros de la UNEAC, gracias al sistema represivo que nos esclaviza, una
excelente oportunidad para de redimir su culpabilidad de ser cómplices activos
o pasivos de un régimen que ha superado con su maldad todo el horror de nuestra
historia nacional, de pasar a la posteridad con un acto de valentía, de honestidad
intelectual, firmando o manifestando su repudio al régimen medieval imperante en
la Isla de Cuba, y que intenta silenciar, con cinco años de cárcel, a uno de
los más sublimes escritores de nuestra literatura. Imaginen, que en sus manos está, gracias a la
modernidad de la Internet, la irrepetible opción de oponerse a un acto como el de
asesinato del poeta Plácido o la liberación del narrador Carlos
Montenegro.
Ustedes, escribanos cubanos, los hasta ahora mecanógrafos
oficiales de los castros, he aquí una irrepetible opción personal, redentora.
Ya que sus mediocres obras no van a superar las descomunales trascendencias de
las obras de Heredia, de Martí, de
Varela, de Villaverde, de
Lezama, de Eliseo di Ego, de Lino, de Labrador Ruiz, de Cabrera Infante, de
Lidia, de la loca de Virgilio Piñera, de Rafael Almanza, de Reinaldo Arenas, de
Carlos Vitoria, de Benítez Rojo, o de Amir Valle, les conmino a que firmen una
declaración de repudio por la falsa condena emitida contra el escritor cubano
Ángel Santiesteban- Prats, cuyo acto les garantizaría, como el caso Dreyfus a
Zola y sus seguidores, esa tan deseada
trascendencia que ustedes persiguen, temblorosamente, y agazapados,
desde un rincón de la tragedia cubana.
He aquí el “link” a la posteridad intelectual cubana:
A ver si tienen cojones de firmar este documento,
los insta, su amigo, o enemigo:
Daniel Morales.
Por Dios, qué exagerado está esto. Ese es el problema eterno de los cubanos: o no llegan o se pasan.
ResponderEliminarAl final nos merecemos todo lo que nos ha pasado. Definitivamente.
No tenemos futuros, ni con los que están en la Isla ni con los que están en el exilio. ¡Qué fatalidad la nuestra!
Sí, Anónimo, es una exageración para ti, que debajo de esa crítica subyace la mala intención de darle a un texto una connotación que no tiene, pero eres incapaz de plantar tu firma en el documento, por eso somos unos infelices los cubanos porque las personas como tú propician la idea de que la dictadura cubana es un gobierno lleno de virtudes. Ala a firmar y callarse la boca que cuando los hombres buenos hablan los cobardes callan.
ResponderEliminarSi, por cubanos como tu, hace tantos anos, estamos llorando por nuestros familiares, la muerte de una madre, de la cual nos perdimos los últimos anos de su vida, o de cualquier familia. Por perros como tu.................es que hay tantos muertos en el mar y en la propia Cuba.
ResponderEliminarPor perros como tu, es que nuestra Cuba esta enmasillada, y sus hijos hechos unos mendigos.
Tal vez Dios te pueda perdonar, pero la Historia de Cuba, jamas.
Maria Santiesteban