Cuando llegamos a la unidad policial de Aguilera, me condujeron a los calabozos. Los guardias me sostenían por los brazos, casi iba a rastras. No tenía fuerzas, las dolencias me recorrían el cuerpo, pero sobre todo los golpes en las costillas hacían que me faltara el aire y era como un cuchillo que me hincaba una y otra vez. No quería gritar de dolor para no darles el gusto de verme sufrir, aunque las ganas no me faltaban.
Me
bajaron al sótano del edificio. El mal olor avisaba la cercanía de los
calabozos. Se abrieron varias rejas Tenía los ojos cerrados, el malestar me
nublaba la visión. Me dejaron sobre la cama de concreto de la celda. Me mantuve
varias horas luchando por detener la respiración, cada vez que lo hacía sentía
la punta del cuchillo lacerándome las costillas. Luego, lentamente, comenzó el
alivio.
Un
guardia me preguntó si iba a almorzar. Le dije que no. ¿Estás en huelga de
hambre? Le respondí que sí. Se alejó y escuché que se lo informaba a su
superior, mientras éste le precisaba que me hiciera entender que no le daba
importancia. Dijo que así lo había hecho. Lo que no fue cierto, porque cuando
le comuniqué mi decisión de no alimentarme, se quedó mirándome preocupado, muy
preocupado.
Al
rato pasó por delante de mi celda el fotógrafo Claudio Fuentes, a quien habían
apresado conmigo. Lo llevaban a almorzar. Me saludó y en sus ojos vi la
sorpresa de ver mi estado de calamidad con la camisa raída y ensangrentada. Le
pregunté por Yoani Sánchez, me dijo que no sabía de ella. Le pregunté por la
abogada Laritza y me dijo que la habían soltado la noche antes y que estaba en
la misma celda que yo me encontraba ahora. Al menos tuve unos segundos de
alegría. ¿Y de Antonio Rodiles? Nada, no sabía de nadie más, me dijo, y el
guardia le gritó, para que se apresurara, que no conversara conmigo.
Esa noche, luego de negarme a comer, decidieron cambiarme de celda. Me unieron
con Claudio. Nos dio tremenda alegría poder conversar. En la pared, en letras
bien grandes, habían escrito: Abajo Fidel. Vivan los Derechos Humanos. Casi no dormimos. La pasamos hablando de cine, fotografía, novias,
literatura, historia, y de los sueños de justicia que ambos anhelábamos para
Cuba.
La
pregunta recurrente que nos repetíamos era si habrían soltado a Yoani, o si aún
la mantendrían apresada. Recordaba que todo el tiempo, durante el altercado con
la policía, mi gran preocupación era que la golpearan, por lo que había
intentado mantenerme cerca de ella para evitar que lo hicieran a cualquier
costo. Por suerte esa vez no ocurrió.
Comenzaba el circo de hacerme culpable
A la mañana siguiente vinieron a buscarme para levantarme, "formalmente", las acusaciones. Me hicieron dos causas: “Negarme a ser detenido", y, "Daños”. Expliqué los hechos como acontecieron, y dije que era una vergüenza flagrante que intentaran acusarme de algo que no hice, más bien los acusados deberían ser toda la tropa de abusadores que se presentaron como "agentes de la Contra Inteligencia", perfecto nombre para esos represores y sicarios, como les gritó Yoani.
El
“Instructor” apenas hablaba, sólo cumplía órdenes. Hizo su trabajo lo mejor que
pudo, pues no accedí a cooperar con la injusticia. Les recordé que ellos eran
los primeros que violaban la ley, que no me habían permitido mi llamada
telefónica establecida por sus propias leyes. Se quedó callado, no sabía qué
responder. Dijo que consultaría con los superiores y que luego me diría. Por
supuesto, nunca más volví a verlo, y ni mucho menos recibí el permiso para
hacer la llamada telefónica.
De
vuelta al calabozo le conté a Claudio lo sucedido, y nos reímos para no llorar
de rabia por cinismo gubernamental y sus injusticias. Un rato después vino un
oficial a decirme que mi familia estaba en la unidad y que me traían utensilios
para el aseo personal. Me preguntó si quería enviarle algún mensaje verbal. Le
dije que les hiciera saber que yo estaba feliz y que me encontraba donde mi
corazón me había llevado. El oficial me observó como si yo estuviera demente.
Pensé que no le daría el recado. Luego supe que sí se lo dijeron, y que
entonces mi familia pudo confirmar que yo me hallaba allí. Aproveché para
enviarles mi camisa rota y manchada con mi sangre. Creí que quizá los guardias
la sacarían de la jaba para no entregársela a mis familiares.
A
ratos, Claudio y yo les recordábamos a los calaboceros que teníamos derecho a
una llamada telefónica, y ellos nos respondían que sólo se les tenía permitido
darnos comida y vigilarnos, pero que no había ninguna autorización sobre otros
aspectos, que eso era potestad de la “Seguridad del Estado”.
Mientras
tanto, veíamos cómo se les autorizaba a los presos comunes llamar por teléfono
cuantas veces quisieran. Como yo había podido pasar a la celda una tarjeta
telefónica, se me ocurrió negociar con aquellos delincuentes que, si me hacían
una llamada, les dejaba usar la tarjeta; y accedieron. Pero cuando quise que
avisaran mi pedido de tomarle foto a la camisa ensangrentada y ponerla en internet, se
mostraron nerviosos. Entonces hablé con uno que tenía una fianza de 500
pesos, y su familia no tenía el dinero. Le dije que hiciera la llamada y que de
parte mía dijera que le entregaran esa cantidad. Al fin accedió.
Después
de almuerzo liberaron a Claudio. Mientras recogía las pertenencias, entre ellas
la cámara fotográfica, intentó tomarme una película asomado en el calabozo
donde yo extendía la mano con los dedos índice y pulgar erguidos en forma de
ele, como símbolo de libertad; pero el calabocero se percató de lo que
pretendía hacer y se enfureció.
Luego
que Claudio se marchó, sentí caer todo el peso de la soledad sobre mí. Algunos
presos comunes me llamaban desde su celda. Uno de ellos, que conocía desde la
niñez, me dijo que si aceptaba que él me pasara comida escondida. Le dije que
no, que esa trampa me hacía daño a mí, porque socavaba mi decisión de
permanecer en huelga. De todas formas no entendió. Tampoco sabré nunca si era
enviado por mis captores. Al rato trajeron un detenido por golpear a la esposa.
Apenas hablamos, sospeché que podría ser un enviado de la “Seguridad del Estado”.
Llamé
al calabocero para que me permitiera asearme, pero me dijo que el recluso que
no comía, no se le permitía nada. Al rato me quitaron la ropa y las sabanas.
Aquella noche fría tuve que taparme los hombros apenas con el short. Luego
trajeron a tres hombres negros, muy fornidos. Era evidente que estaban al
servicio de la “Seguridad del Estado”. Contaron sus falsas historias. Y yo les
seguí el juego, pero aproveché para decirles todo lo que deseaba gritarles a
mis captores. Lo único que me respondían era que me fuera del país, que “Dios le da
barba al que no tiene quijada”; se burlaban porque yo podía estar afuera del
país, que había viajado a los Estados Unidos, Europa, América, y mira donde me
encontraba, que eso era cosa de loco. Y volvía a decirles y a ofenderlos con
mis sentimientos. Mientras lo hacía se mantenían en silencio, y sentía que les
dolía no poder callarme la boca a piñazos.
En
la madrugada llegó un “agente” de la “Seguridad del Estado”. Le grité, desde mi
celda, que no deseaba conversar con nadie, que lo único que podían hacer era
volverme a golpear, pero que de mí no obtendrían ninguna conversación. El
oficial entró a la celda luego de hacer salir a los reclusos. Entonces pensé
que volverían a golpearme.
Ángel Santiesteban-Prats
Escritor cubano.
Libertad para Ángel Santiesteban-Prats !YA!
ResponderEliminarFuerza Angel, tus HH estamos contigo
ResponderEliminarEsos represores pagarán sus culpas el día que Cuba se libere de la actual tiranía. Esos no son revolucionarios, ni están al servicio de revolución alguna, simplemente son unos facistas que pretenden a sangre y fuego acallar la voz de quienes claman por un mejor país para todos.
ResponderEliminarEs necesario hacer circular las fotos de esos fascinerosos, para que no puedan escapar de la justicia en ningún lugar del mundo al que vayan a refugiarse.
estamos contigo. le pongo link a todo lo que publiques.
ResponderEliminarRecibe nuestro apoyo, Angel, y escribe tus denuncia, como dices, de la represión contra la inteligencia.
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