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22 de febrero de 2013

Unas ficciones reales y dolorosamente incómodas

Carlos Espinosa Domínguez

Con sus tres libros de cuentos, Ángel Santiesteban Prats ha cimentado una obra de sólidos valores que significa una valiosa aportación a nuestra narrativa
El de Ángel Santiesteban Prats (La Habana, 1966) constituye un caso bastante singular en el panorama de la literatura cubana de las últimas décadas. Aunque a fines de los años 80 había dado a conocer algunos cuentos, algunos de los cuales fueron incluidos en varias antologías, y había obtenido algunos reconocimientos (mención en el Premio Juan Rulfo, 1989; primer premio en el Concurso Nacional de los Talleres Literarios, 1990; menciones en el concurso de cuento de La Gaceta de Cuba en 1994, 1995 y 1996), nada permitía anticipar la destacada y ascendente trayectoria que años después ha desarrollado. Un dato que lo pone de manifiesto lo es el hecho de que los tres libros que hasta la fecha ha publicado recibieron los galardones más importantes que se otorgan en la Isla: el UNEAC, el Alejo Carpentier y el Casa de las Américas. Pero más allá del aval que representan esos galardones, están los sólidos valores de una obra que ha significado una valiosa aportación a nuestra narrativa.
El primer libro suyo que vio la luz fue Sueño de un día de verano (Ediciones Unión, La Habana, 1998, 78 páginas). Resultó ganador en el Premio UNEAC de cuento en 1995, cuyo jurado integraban Julio Travieso, Reinaldo Montero y Alberto Garrandés. En la breve nota que aparece en la contraportada, se apunta que en esas narraciones la participación de los cubanos en la guerra de Angola se pone de manifiesto “no a la manera épica de los primeros intentos de abordar esta temática, ahora Santiesteban prefiere darnos el antihéroe, el arrepentido, el corrompido, en fin, personajes que también son hijos legítimos de cualquier conflagración bélica”.
En efecto, la participación de los soldados cubanos en la guerra de Angola (1975-1991) se había plasmado en obras testimoniales y narrativas que solamente mostraban su lado heroico (a esos libros hay que sumar las películas Caravana, Kandanga y Sumbe, que siguen con fidelidad esos patrones). Con la irrupción de los llamados “novísimos”, empezó a incorporarse otra visión, mucho menos hipotecada al paradigma heroico. Un ejemplo representativo es la novela Cañón de retrocarga, con la que Alejandro Álvarez Bernal obtuvo en 1989 el Premio David. Su protagonista es un joven de veinticinco años que no teme expresar: “La guerra me tiene harto, me cago en mi condición heroica de dilecto hijo de la patria”, al tiempo que se pregunta: “¿Estoy obligado a sonreír a las nuevas generaciones desde una foto rígida mientras mi nombre cuelga en un CDR?”. El tema del conflicto bélico lo trataron algunos de los novísimos en cuentos aislados, pero hasta la publicación de Sueño de un día de verano no había sido el tema central de un libro completo.

Lo invisible tras la hinchazón patriótica

Esta nueva visión a partir de la cual se aborda el tema se advierte ya desde el primero cuento, cuyo título corresponde al del libro. Al igual que sus compañeros, al protagonista la lejanía lo lleva a encontrarse a sí mismo, a descubrir aspectos que no conocía, a extrañarse de las cosas más cotidianas y a saber su verdadero precio. Desaprueba así actitudes suyas que ahora reconocen fueron inmaduras, como lo fue la de haber aceptado venir a pelear en Angola. Allí descubre además la retórica vacía que hay en frases y consignas como internacionalismo proletario y solidaridad con los hermanos pueblos de África: “El teniente no entiende o no quiere entender. No se cansa de decir que esto es un pedazo de la patria. Pero no es lo mismo, aunque hagamos los mismos sacrificios. Y qué carajo se va a hablar de la patria, de allá, tan lejos, y lo difícil que está aquí”.
En Sueño de un día de verano no hay glorificación de grandes hazañas bélicas. Aunque no deja de estar presente, el autor no pone énfasis en resaltar el coraje de los soldados cubanos. Evita además el impulso épico, así como el didactismo ideológico y las valoraciones impuestas desde fuera. Su intención es, ante todo, mostrar el lado puramente humano de esa guerra, revelar lo invisible tras la hinchazón patriótica. Los cuentos se centran en las incidencias cotidianas de unos hombres expuestos a situaciones extremas. No son héroes ni paladines, sino personas de carne y hueso que combaten sin retroceder, pero que como cualquier soldado en cualquier guerra libran diariamente una batalla individual por sobrevivir.
Aunque no lo pongan en evidencia a través de su comportamiento, el miedo a morir nunca los abandona. Algo, por lo demás, perfectamente comprensible al tratarse de un enfrentamiento bélico, en el cual las opciones que se tienen son dos: matar o que lo maten a uno. Eso justifica que la muerte tenga una presencia constante a lo largo del libro. En uno de los mejores cuentos, “Después del silencio”, Santiesteban Prats incluso pasa a convertirla en personaje: “No soporta perder. Los que nos quedamos, sabemos lo que nos espera, porque Ella es rencorosa y se la cobra más temprano que tarde. No tiene escrúpulos. Nunca se conmueve. Y desde ese momento no queda más remedio que empezarla a entretener, y nos turnamos con las cartas, y le enseñamos números de magia, y a jugar damas, y ajedrez, a ver si de alguna manera se olvida o nos perdona. De todas formas siempre nos alegra que alguien se le haya ido, porque un poco que sentimos que nosotros la jodimos también”.
En Sueño de un día de verano dominan los hechos simples y ordinarios, que por lo general los libros de Historia nunca recogen. El médico que, a escondidas de sus superiores, cura la gonorrea a los reclutas. El soldado que está orgulloso de seguir vivo para su familia, pues “son los únicos que lo van a agradecer”. El que quisiera ser el oficial que, dos horas antes de que dieran la orden de una ofensiva contra un campamento enemigo, es autorizado a regresar a Cuba debido a que su padre falleció. El que ante la visión de los senos desnudos de dos jóvenes angolanas, no puede evitar una hinchazón en la entrepierna y, disimuladamente, se la aprieta con el puño. El que al dar cuenta de su “primera contradicción”, confiesa: “El primer herido que vi me puso muy triste; no pensaba en la herida de él, sino en las que me pudieron hacer a mí”.
Por otro lado, en algunos cuentos Santiesteban Prats muestra las secuelas físicas y sicológicas que esa experiencia dejó en quienes tomaron parte en ella. En “En la guerra no hay misa”, un joven que era pianista pese a haber regresado a Cuba, sigue estando “allá”. Ya no es el mismo. No logra dormir. Siente miedo por los que quedaron. Ahora piensa “en mapas, no en partituras; ni en el piano como antes, sino en fusiles”. No busca “informaciones de concursos, sino partes de guerra”. Algo similar le ocurre al protagonista de “Suerte que tienen algunos” (5). Hace dos años que volvió de Angola, aunque con una pierna de menos. En su barrio lo consideran un héroe y lo apodan el Inter. Fue condecorado y le dieron un apartamento. Pero “por las noches, siempre sueña con las mismas imágenes. Sueña que lo han mandado a avanzar sobre el terreno minado el día anterior”.
Pero el mérito de esos textos no solo radica en mostrar la guerra de Angola sin maquillajes, eso que podríamos llamar su lado B. Al interés de la propuesta temática, se suma el aspecto formal con que Santiesteban Prats ha sabido plasmarla. En esos cuentos consigue una inteligente coherencia entre lo que narra y la manera como lo hace. Eso se hace más evidente en los mejores, en los que esa manera muestra ser idónea y eficaz. Digo esto pensando en narraciones tan logradas como “Carta amarilla”, “Sueño de un día de verano”, “La misión”, “El puente”, “Sur: latitud 13” y “La última carta”. Su autor además abreva en el mejor realismo, esto es, un realismo no dogmático ni contenidista.

Tuvo que eliminar cinco de los cuentos

A partir de esa opción estética, Santiesteban Prats ha escrito unos cuentos en los que se alternan distintas personas narrativas (primera, segunda, tercera). Esa polifonía de voces tiene una perfecta correspondencia con el protagonista colectivo que tiene el libro, y contribuye a crear un gran fresco de la realidad que se muestra. Aunque cada texto posee entidad por sí mismo, existe una aleación sutil entre todos. Tanto los cuentos como las viñetas que integran los bloques titulados “La Cruz del Sur”, “Suerte que tienen algunos” y “Dos pájaros de un tiro”, pueden muy bien ser leídos como piezas de una novela que se disgrega en varias direcciones para luego volver a confluir. Asimismo conviene señalar que esos y otros aciertos hacen que, pese a tratar un solo tema, Sueño de un día de verano esté muy lejos de ser un libro monocorde.
Aquel libro tuvo unos avatares que, dada su poco complaciente visión del tema, era de prever. En su versión original se titulaba Sur: latitud 13, y en 1992 estuvo a punto de ganar el Premio Casa de las Américas. Pero evidentemente no era el libro sobre la guerra de Angola que quienes se encargan de esos menesteres querían que llegara a los lectores de la Isla. Su autor, sin embargo, no desistió de su empeño de que se publicase. Como él comentó en una entrevista, en 1995 dio a aquel original otro título, Sueño de un día de verano, lo envió al concurso convocado por la UNEAC y resultó galardonado. Pero demoró tres años en llegar a las librerías, solo después que él aceptara la condición de eliminar cinco de los cuentos.
Y sobre eso, Santiesteban Prats cuenta: “Luego lo saqué completo por una editorial fantasma que ideé, y a la que puse Emily, el nombre de mi madre. Puse que estaba editado en España, pero es incierto. Hice una impresión de cuatro mil ejemplares, que fui regalando a cuanto intelectual hay en Cuba, así como también a amigos”. Al cotejar los dos libros, Sur: latitud 13 y Sueño de una noche de verano, comprobé que, en efecto, hay tres cuentos y dos viñetas que no aparecen en el segundo. Se trata de “Mambrú no fue a la guerra”, “Siete tristes tigres”, “Los olvidados”, “Suerte que tienen algunos” (7) y “La Cruz del Sur” (6). Por cierto, su autor logró rescatar el tercero de esos textos, al incluirlo en su siguiente colección.
Con Los hijos que nadie quiso (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2001, 95 páginas), Santiesteban Prats demostró que el hallazgo de aquel estupendo primer libro no fue obra de un flautazo casual. Así debió entenderlo el jurado del Premio Alejo Carpentier, que en la edición de 2001 le concedió el galardón correspondiente al género de cuento. Este segundo título recoge seis narraciones que superan en extensión a las de Sueño de un día de verano. Y a diferencia de las de aquel volumen, no están escritas en torno a un mismo núcleo temático. Tres de las mismas muestran aspectos de la vida de los cubanos durante el llamado Período Especial (“Lobos en la noche”, “Los aretes que le faltan a la luna”, “Los hijos que nadie quiso”). Otras dos narran historias que tienen lugar en el microcosmos carcelario (“La Puerca”, “La Perra”). Y la que cierra el libro, “Los olvidados”, está ambientado en la guerra de Angola.
“Lobos en la noche” ocurre durante la hambruna que sufrió el país durante la primera mitad de los años 90. Sus dos protagonistas roban y matan vacas, como una desesperada salida para poder comer. Se trata, ambos lo saben, de un delito que es severamente castigado. Pero para ellos la subsistencia está más allá de leyes y códigos éticos. Xinet, la protagonista de “Los aretes que le faltan a la luna”, se ha visto forzada a abandonar temporalmente sus estudios en la universidad para dedicarse a la prostitución con extranjeros. Gracias a eso, su familia no sufre necesidades, penurias ni estrecheces. Pero el precio que les toca pagar a todos es alto, pues conlleva la frustración de sueños e ideales, la destrucción de los valores familiares y la dignidad humana. Y “Los hijos que nadie quiso” recrea el “maleconazo” de 1994, a través de las incidencias de un grupo de hombres que se lanzan al mar en una improvisada y endeble balsa.
Al inicio de “Los olvidados”, el narrador expresa: “Desde que montamos el helicóptero tengo el presentimiento de que no regresaremos con vida. Algo me sobrecoge, la piel se me ha puesto como una lija y los ojos llorosos”. Una vez que son dejados en medio de una inmensa ciénaga, los dieciséis soldados y el oficial que los manda van a parar a una situación límite. Varios de ellos pierden la vida, incluido el sargento. “Les aseguro que se van a arrepentir, deben actuar como seres humanos y no como animales”, le comenta el narrador a sus compañeros. Y precisamente lo que el cuento desarrolla es el proceso de animalización que se va produciendo en el grupo. Personalmente, pienso que el autor lleva esa idea hasta límites demasiado extremos, con lo cual ello el cuento pierde verosimilitud. Con ello se desvía un tanto del propósito de humanización de los conflictos y de evitar la simplificación, uno de los aciertos de Sueño de un día de verano.
Dos de los cuentos más logrados e impresionantes son aquellos en que Santiesteban Prats nos sumerge sin anestesia en ese entorno tan proclive a la degradación y el abuso que es la cárcel. Sus personajes son presos comunes que cumplen condenas por causas que no se especifican. La violencia que impera en ese mundo cerrado aparece presentada con toda crudeza. Así, en “La Puerca” se desencadena a partir de la necesidad sexual. Esta se convierte en un instinto primario y animal que lleva a que dos reclusos se enfrenten, a causa de la posesión de un “gordito tímido” que hace poco llegó a la galera. Pero del mismo modo que saca y amplifica las pasiones más bajas, la cárcel también es capaz de hacer que afloren las características positivas de la condición humana. El travesti apodado la Perra transgrede las normas penitenciarias y ofrece ayuda a un preso que ha sido golpeado salvajemente por los guardias. A su vez, este termina por pasar por encima de su “educación machista” y establece una relación humana con “la única persona que lo había socorrido arriesgando su seguridad personal”.

Una fábrica que produce animales humanos

Realmente, aquellos dos textos formaban parte del que iba a ser el tercer título de Santiesteban Prats, Dichosos los que lloran (Fondo Editorial Casa de las Américas, Las Habanas, 2006, 149 páginas). Con él obtuvo el premio de cuento en el concurso convocado anualmente por esa institución. Se lo concedió un jurado integrado por escritores de Argentina, Colombia, México, Uruguay y Cuba. Puntualmente, los libros galardonados se presentan el año siguiente, en enero. No fue ese el caso de Dichosos los que lloran, que por razones que nunca se explicaron no fue presentado hasta septiembre de 2008, en el Sábado del Libro. Lo curioso es que en la última página se dice que “se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 2006”.
Para su autor, Dichosos los que lloran significó el retorno al libro de estructura monotemática, además de que en este caso partió de una realidad que conoció de primera mano. A los diecisiete años, cuando estaba por ingresar en la Escuela Interarmas Antonio Maceo, cayó preso por acompañar a la costa a sus hermanos, quienes intentaban salir clandestinamente del país. Ellos fueron penalizados con diez años, mientras que a él lo sancionaron por encubrimiento con catorce meses, que cumplió en La Cabaña. Como él ha comentado, allí fue donde descubrió la pasión por la literatura.
“La cárcel es una fábrica que produce animales humanos”, afirma el protagonista de La fábrica de animales, la magnífica novela de Edward Bunker. Santiestban Prats lo confirma en esas veinticinco narraciones, en las que aborda sin ningún tipo de concesiones el mundo de las prisiones. En esos cuentos ese microcosmos aparece captado con una minuciosa y opresiva intensidad. De ello resulta un libro poderoso, dolorosamente incómodo y lleno de sabiduría. Que nos golpea con fuerza en el estómago y, tras concluir su lectura, nos hace pensar. Son, como argumentó el jurado del Premio Casa, unos “relatos conmovedores que nacen del encierro, los miedos, las soledades, las frustraciones y la pérdida de valores humanos”, y que su autor escribió “sin emitir juicios moralizantes, y desde una visión objetiva y a la vez desgarradora”.
En Dichosos los que lloran, la cárcel es mostrada desde dentro, con toda su carga de marginalidad y degradación moral. Se trata, ante todo, de un espacio que se rige por unas leyes propias, y que pese a no estar escritas son inquebrantables. A una de esas normas recurre Chepe cuando envía un emisario al Llanero Solitario, para tratar de convencerlo de que acate su derecho a ser el primero en disfrutar sexualmente de la Puerca: “Ve y díselo, a ver si te entiende y acepta y se aparta de mi camino, que no rompa las costumbres establecidas, esto no lo inventé yo, desde que la cárcel es cárcel las cosas han sido así: el mandante es el que reparte”.
La nota que domina en la vida de los presidiarios es la violencia. La ejercen por igual mandantes y guardias. Estos últimos actúan con una brutalidad que, en muchos casos, es injustificada (esto se muestra en cuentos como “La Perra” y “El Padrino”). En “Los trabajos y los días”, un error durante el recuento de los presos hace que el oficial golpee con su tablilla al mandante de la galera. Este se desquita después con los hombres bajo su manado. Coge un pedazo de madera que se ha zafado del mural y “les dice que por culpa de ellos ha sido golpeado, por estar en la bobería y no atender a lo que debían (…) ¿Yo puedo irme?, pregunta el Jábico. El mandante no contesta, solo alza el listón para dejarlo caer muchas veces sobre los reclusos que se ahogan en sus propios gritos, piden de favor que no los golpee más, que ya es bastante; uno dice que está herido, y el jefe se detiene cuando le ve el rostro cubierto de sangre y un hilillo salpicando la camisa. Les dice que vayan hasta la puerta y pidan ir a la enfermería, cuando les pregunten qué les pasó, digan que fue la tablilla del oficial”.
Eso convierte la prisión en un submundo de barbarie, en donde el único objetivo de los reclusos es sobrevivir mientras dure la condena. Sobrevivir sin que los cosan a puñaladas o les partan el culo. Eso significa estar dispuesto a todo, incluso a sabotear la libertad del compañero que ha sido amigo, hermano y guardaespaldas por tantos años (“La despedida”). La agresividad, la constante actitud defensiva, la venganza, el miedo, son los códigos de conducta que van forjando el carácter de los reos. En ese entorno brutal y violento, donde la vida no vale nada, conservar algo de humanidad e inocencia es así un empeño imposible. Solo queda el recurso de escapar a un mundo alterno, creado por la imaginación, como hacen los protagonistas de “El francotirador” y “Pabellón”.
En esa summa del mundo carcelario que es Dichosos los que lloran, Santiesteban Prats reserva espacio para las personas que padecen las consecuencias desde otra perspectiva. Aparece en algunos cuentos y es el asunto central de “Síndrome del nido vacío” y “La madre”. En el segundo, una mujer acude el día de la visita a ver a su hijo. La vez anterior le dijeron que por indisciplina lo habían mandado a la celda de castigo. Allí iba a estar veintiún días, con media ración de comida y sin salir al sol. Ahora, por más que los oficiales le aseguran que su hijo está en el salón, la mujer no consigue dar con él. Solo ve a un muchacho solitario, que duerme con el rostro oculto entre los brazos. No puede ser su hijo, pues este es alto y fuerte. En cambio, aquel joven pelado al rape tiene brazos flacos, la piel muy blanca y la espalda estrecha. Aunque sabe que es por gusto, se le acerca, desconsolada. “Con temor, le toca por el hombro; el muchacho levanta la cabeza y la abraza”.

Este mundo también nos pertenece

Si en Sueño de un día de verano su autor cuestiona la naturaleza de toda guerra, en Dichosos los que lloran hace una demoledora crítica contra la deshumanización de la vida en prisión. Si en el siglo XIX se sentían orgullosos de ellas, como recuerda Michel Foucault en Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, en nuestros días por el contario nos dan vergüenza. Acostumbramos pensar que las cárceles son sitios a donde se envía a los elementos dañinos de la sociedad, para que sean rehabilitados y reintegrados. Pero en la práctica, el sistema penal se muestra incapaz de asumir esas funciones. Allí van a parar, por haber cometido pequeños delitos, hombres que, al tener que convivir entre delincuentes y asesinos, salen convertidos en auténticos criminales. Para ellos, ir a la cárcel significa un viaje sin retorno a la fábrica de producir animales.
Eso plantea una cuestión a la cual se refirió el filósofo argentino Edgardo Castro, en una entrevista reciente. Si las cárceles no cumplen la función que debieran cumplir, ¿por qué las mantenemos? O mejor dicho, ¿por qué las mantenemos de la misma manera, combinando la privación de libertad con el castigo frecuentemente arbitrario? Humanizar las prisiones sigue siendo una de las grandes asignaturas pendientes que todos los países sin excepción tienen hoy.
Durante la presentación de Dichosos los que lloran, Francisco López Sacha expresó que al leerlo sintió que “estaba ante un testimonio literario, ante un hecho de la literatura, es decir, ante una expresión que tomaba un referente real, objetivo y lo convertía en arte. Inmediatamente me di cuenta de que tal vez desde 1938, desde Hombres sin mujer, no existía en la literatura cubana un libro tan compacto sobre un asunto común, no digo un tema. El asunto era la vida del hombre en un presidio común”. Suscribo plenamente su opinión. Esos cuentos destilan un nivel de autenticidad que no resulta impostado, que denota un conocimiento cabal de lo que cuenta. Pero su autor ha logrado que lo que pudo haberse quedado en un testimonio se materialice en excelente literatura.
Dichosos los que lloran es una obra en la cual la importancia de la propuesta temática se enriquece con el acierto estético de su plasmación. En lugar de literatura que se concibe como escritura autónoma, aquí las formas surgen como consecuencia de los contenidos. Santiesteban Prats demuestra un dominio mucho más maduro y afinado de las técnicas narrativas, así como de las exigencias propias del cuento. Este es, como ha recordado el novelista Rodrigo Fresán, el género donde más se ven los defectos de un escritor. O dicho de otro modo, donde mejor se ponen de manifiesto sus cualidades. En ese sentido, hay que decir que los cuentos de Dichosos los que lloran cumplen espléndidamente esas reglas de oro del género que son la intensidad, la medida y la necesidad.
Poseen el acierto de que desde la primera línea atrapan al lector y lo mantienen atento e interesado hasta el final. Están escritos además con una impecable factura y una estructura unitaria y llena de claves interiores. Asimismo me parece pertinente destacar el acierto del autor de eludir los juicios morales sobre los personajes. Por el contrario, lo que más bien este parece decirnos es, como comentó López Sacha: “observen este mundo, este mundo también nos pertenece, hemos sido causantes también de la desdicha de esas personas; esas personas tienen derecho a reivindicar su vida, a modificarla”.
Tras esa sobresaliente trayectoria como escritor, reconocida con varios premios, Ángel Santiesteban Prats se enfrenta ahora a la cruel ironía de estar a punto de ingresar en el mismo régimen carcelario que cuestionó en su último libro. Se le acusa de un supuesto delito de violación de domicilio y lesiones, cargos que las evidencias presentadas no han podido demostrar convincentemente. En realidad, se trata del más reciente hecho de su caída en desgracia. Comenzó a partir de que el autor de Sueño de un día de verano abrió un blog donde escribió comentarios críticos de carácter político.
El pasado 8 de noviembre Santiesteban Prats fue brutalmente golpeado y detenido cuando acudió a una estación de policía de La Habana para interesarse por la suerte de varios opositores arrestados el día anterior. “Cuando me detuvieron”, declaró a Café Fuerte, “el que me arrestó me advirtió que si no me bastaba con los cinco años de sanción que me esperaban”. Hace pocos días el Tribunal Supremo Popular le dio la razón a aquel fulano, al confirmar la sentencia de cinco años de cárcel para el escritor. Eso me ha hecho recordar una breve escena de Alicia en el país de las maravillas:
“—¡Que el jurado considere el veredicto! —ordenó el Rey por enésima vez aquel día.
—¡No, no! —atajó la Reina—. ¡La sentencia primero! ¡Ya habrá tiempo para el veredicto!”.

Publicado en Cubaencuentro

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