Nuestra
adolescencia estuvo fertilizada con las novelas y series de televisión que nos
marcaron nuestra estética y personalidades.
Cuantas
veces nos pasamos las novelas "Aquí las arenas son más limpias", "Y si muero
mañana", o la serie "En silencio ha tenido que ser", la mayoría disfrutamos
aquellas fantasías de héroes socialistas que guiados por la "Contrainteligencia"
cubana lograban burlar a sus enemigos.
Con
el tiempo se han convertido en bodrios de la fantasía socialista y los jóvenes de
hoy los consideran pésimas obras literarias por su contenido insustancial o
poco verosímil.
El
jueves pasado, 8 de noviembre, fuimos a presentarles nuestros respetos a los
padres de Antonio Rodiles, ancianos que rondan los 90 años, y por cierto, sus
cómplices y compañeros más directos en sus ideales ideológicos. También
queríamos exigir las liberaciones de los abogados detenidos injustamente
Laritza Diversent, Yaremis Flores, Veizant Boloy. Llegamos a la unidad policial
de Acosta, y se encontraban junto al abogado independiente Wilfredo Vallín, en
las oficinas de dicho cuartel.
Al
salir nos explicaron la negativa de mostrarlo, lo que infería alguna golpiza
propinada al detenido y por eso lo escondían.
No
pudimos quedar pusilánimes ante el abuso
Nos
mantuvimos frente a la unidad policial, llegamos a ser, si mal no recuerdo,
siete activistas por los derechos humanos, o blogueros, opositores, como
quieran llamarnos, entre ellos Yoani Sánchez, por supuesto, Claudio Fuentes el
fotógrafo profesional, Eugenio Leal, el activista Arabel Villafuerte, entre
otros. Lo cierto es que nos encontrábamos allí porque nos dolía saber que había
un inocente sufriendo en las mazmorras castristas.
Ya
el operativo estaba cerrado. Cerca de nosotros se encontraban un grupo de
“civiles”, militares que conocemos su afán de reprimir. Estamos conscientes que
nuestros abusadores se encontraban apenas a tres metros de nosotros. A veces
los miraba fijamente para desentrañar sus anhelos, sueños, fantasías, pero su
imagen delincuencial me impedía lograrlo. Le aseguro que nos reímos, o quizá
fue una risa de lástima por ellos.
Alguien
avisó que en la esquina estaban deteniendo a los que deseaban ingresar al
grupo. Comenzaron a introducirlo a la fuerza en el auto patrullero, e iniciaron
una golpiza como de costumbre. Estamos aproximadamente a cien metros del hecho,
y en la distancia, quizá por el miedo y el cariño, pensamos que era Orlando
Luis Pardo. No podríamos mentir si no decimos que nos quedamos unos segundos
inmóviles, todos sabíamos lo que significaba acercarnos, sin orden de salida,
corrimos al unísono, recuerdo que Yoani iba como una madre cuando le roban sus
cachorros y ya había olvidado las palabras de Reinaldo Escobar, su esposo,
cuando le dijo antes de despedirse que se cuidara, también de las caricias de
su hijo que quizá no tendría el abrazo a su regreso de la escuela.
Lo
cierto fue que ella llegó pidiendo explicación del por qué lo detenían y
golpeaban. En medio del asedio, me puse a observar su valor desmedido y en un
segundo le abrió la puerta del patrullero donde tenían apresados a los dos
activistas, y quiso introducir su cuerpo dentro del auto. Hubo un momento que
me asusté porque sus pies quedaron debajo de las gomas traseras y comenzaron a
moverse. Pero ellos la halaron y empujaron. Yoani se le encaraba a los policías
y su valor los minimizaba. Luego llegó una oficial chusma que deseaba
provocarla, desafiarla. Y la inteligencia de Yoani fue decirle de qué solar
había salido ella que no tenía compostura con aquella chusmería.
Me
encontraba justo al lado de Yoani y pude verle los ojos a la oficial, y la vi
desarmada, si un ápice de vergüenza tuvo increíblemente le salió contra su
voluntad porque la vi apagada, noqueada sin haber comenzado el round. Y Yoani,
que sabía que aquella no era su peso ideológico ni en principios, le dio la
espalda.
Cuando
llegó la orden de apresarnos
Entonces
escuchamos cuando dieron la orden de apresarnos. Nos empujaron, nos
separamos. Busqué a mi alrededor mientras me apresaban y vi a Claudio dentro de
un auto patrullero, a Eugenio lo llevaban maniatado y a Yoani también, hasta
que la montaron en una patrulla.
Cuando
llegué al auto patrullero accedí. Considero que no éramos una fuerza de
resistencia, sino de conciencia, de justicia, y el desorden no lo habíamos
originado nosotros. Cuando me fueron a sentar en el auto, alguien detrás de mí
dijo “entra, anda”, y un puñetazo dio en mi nuca, sin pensarlo devolví el golpe,
y fueron devastadores, como si les hubiera propinado la mayor ofensa, o solo
aquella horda de anormales estuvieran esperando una ínfima chispa para que
explotara su cobarde y anormal violencia. Era como si estuvieran esperando el
silbato de salida para comenzar su cobardía.
Nunca
imaginé que aquello podrían grabarlo, ya ustedes vieron la paliza que me
dieron. Aún no he visto el video, ya saben que youtube desde Cuba, como todo lo
demás, es imposible. Los golpes que más me dolieron fue el del que abrió la puerta
trasera derecha: eran como patadas de bestia, y por un momento pensé que me haría fractura de cráneo, fueron tantos y
tan fuertes que los golpes de los otros que me propinaban por las costillas, pecho y
piernas dejaron de ser importantes. No sé si me golpeaban con una sortija o
una manopla, pero los golpes fueron tan contundentes que me partieron la cabeza, el labio,
y, como un aviso urgente de salvación personal en mi estado casi consciente,
decidí levantarme y volver a salir del auto.
No
voy a describir más lo que pueden observar en video. Pero un detalle que quizá
no se observe es que, al salir un oficial que estaba a mí espalda, alardeando, dijo:
“tú verás si él se acoteja ahora”, y me apretó con su brazo por el cuello hasta
que comencé a sentir la fatiga de la falta de aire, lo hizo con tanta fuerza
que pensé que desprendería mi cabeza del resto del cuerpo.
Me
condujeron a otro auto patrullero para llevarnos al patio de la estación
policial. Miré hacia los otros autos y permanecían, como yo, a la espera. A Yoani
le sentaron una mujer al lado vestida de civil. Luego me cambiaron de auto y me
sentaron junto a Eugenio. Dieron la voz de salir de la unidad: “vamos de
aquí, hay que salir de aquí”, pero lo dijeron con terror. Creo que temían que
llegaran más activistas o que la población que había observado comenzara a
moverse hasta la entrada de la unidad.
Comienza
la travesía
Era
una hilera de patrullas guiadas por el Jefe del Operativo que iban en un lada
verde con chapa amarilla. Al final iba una guagüita roja con más sicarios. Iban
sin rumbo, hablando por los celulares, por eso infiero que se les fue de la
mano el operativo. Yoani iba todo el tiempo haciendo señales de libertad, de
Victoria, y los transeúntes la miraban sin entender mucho, esa huerfanidad de
conciencia que tiene en su mayoría la población cubana, cubierta con una máscara
de ingenuidad y miedo. Llegamos a la monumental, lugar ideal para masacrarnos y
dejar tirados en la cuneta. No habían testigos presenciales.
Detuvieron la fila de autos, eran cerca de nueve. Inmediatamente le sentaron a
Yoani dos mujeres uniformadas tan inmensas que apenas le dejaban espacio. Nos
fueron registrando, tomando nuestra documentación. Cuando llegó mi turno, el
Jefe del Operativo, me hizo ponerme de pie con los brazos esposados, y a pesar que sentía el
metal de las esposas en los huesos, cada vez que miraba a Yoani con
aquella hidalguía, las fuerzas se me multiplicaban.
El
Jefe del Operativo comenzó a golpearme con su bota para que abriera las piernas
para el cacheo, pero lo hacía con rabia, le grité que eso era lo mejor que
sabían hacer, golpear a un hombre esposado, indefenso, que siempre hacían lo
mismo. Eugenio gritó que no me dieran más, que la violencia era innecesaria.
Mientras me registraba aproveché para decirle que las dictaduras de los años
setenta en América tuvieron que esperar treinta años para hacer justicia, que
ahora estaban ancianos y fueron juzgados. Que la violación de los Derechos
Humanos no caduca y que algún día tenían que pagar sus desmanes. Me gritó
“cuando yo pague ya tú lo hiciste”. Supuse que decía que yo iba a sufrir primero
que él. Me dijo “parece que no te basta los cinco años que te vamos a echar por
el juicio de hace poco”. Le dije, claro, los jueces son ustedes, aquello solo
fue un teatro y ustedes desde antes ya tenían la sanción. Pero no importa, aquí
hay cuerpo y valor para enfrentarlo, le dije. “Sí, yo sé que tú eres valiente”,
me dijo irónico. No soy valiente, pero tampoco lo cobarde que son ustedes que
golpean en grupo porque tienen miedo hacerlo solo.
Cuando
recibieron la orden ya teníamos destinos. Nos repartieron por la ciudad. A
Eugenio y a mí nos enviaron para Santiago de las Vegas. Allí me llevaron al
hospital porque el calabocero no quiso recibirme en aquel estado tan precario. Los
dolores de las costillas perecían agujas lacerantes, y la sangre por todo mi cuerpo, saliendo
de mi boca y mi cabeza los asustaba, más la inflamación de un labio y un
pómulo.
Ahí aproveché, ante un descuido de ellos,
para avisar a los amigos que estábamos detenidos en Santiago de las Vegas. Al
regreso a la unidad me llevaron a un calabozo. Antes de entrar vi a
Eugenio tras la reja y a Veizant, el abogado que siguió esta cadena de
injusticia cuando, como abogado y esposo, fue a preguntar por la abogada Yaremis.
Nos hicimos un saludo con un ademán de cabeza y les aseguré que para mí era un
honor compartir esos calabozos con ellos. Luego me dijo que estaba
preocupado por su hija, pues no sabían quién se
había hecho cargo de la niña, estaba muy preocupado y como a todos, le habían
negado la llamada que, por ley, nos toca a cada detenido en las primeras 24
horas.
Entre
Kafka y Virgilio Piñera
Cerca
de la media noche me sacaron del calabozo. Pensé que sería para alguna entrevista. Entonces
me devolvieron las prendas de vestir, me anunciaban que me iría de libertad.
Para mí significó una humillación, sacarme, alejarme del destino de mis
compañeros era lo peor que podían hacerme. Le rogué al calabocero que me dejara
regresar e informara que me negaba. Se lo dije varias veces y me dijo que eso
era imposible. Estaba muy triste, no sabía cómo enfrentar aquel desprecio, al
menos así lo veía.
En
la puerta de la unidad el Oficial de Guardia me entregó el carné de identidad.
La calle estaba desolada, como es costumbre en los pueblos de campo. Pregunté a
un transeúnte cómo se podía alquilar un auto y me señaló un sitio. Avancé 200 metros y
vi un teléfono. Llamé a dos personas, mientras conversaba veo salir de la
oscuridad a dos oficiales que me dicen que tengo que regresar. “¿Tú no querías
quedarte? Te vamos a complacer”.
Colgué
el teléfono no sin antes informar lo que estaba sucediendo. Mis interlocutores
no entendían nada lo que estaba sucediendo. A Kafka y Virgilio Piñera se le
hubiera hecho difícil imaginarlo. En mi aturdimiento tampoco entendía, pero me
hacía feliz que me llevaran de vuelta con mis hermanos.
En
la entrada de los calabozos, después de quitarme los cordones y las prendas, me
llevaron a un cuartico donde estaba el Oficial del Operativo que me golpeó por
los tobillos. Después de sentarme me puso las esposas y con parsimonia sacó la
pistola, la rastrilló y me la puso sobre mi cabeza, sentía el peso del metal sobre mi
cráneo que acrecentaba los dolores por los golpes antes recibidos. Aquellos
segundos fueron los más largos de mi vida. No sé cómo ni de dónde saqué las
palabras: "en algún momento tendrás que pagarme". Pasaron otros segundos en
silencio y me respondió: “es verdad, mejor espero que estés en la calle y te doy
un martillazo en la cabeza y queda como que te asaltaron pa robarte”. Me
quitó las esposas y me empujó hacia afuera para que el calabocero me llevara
para la celda. Afuera estaba un activista, que también tomaron detenido, e iban a soltar y que me dijo, a propósito de la pistola en la cabeza y el martillazo, que a él
también le habían hecho aquella escena de terror al estilo de Alfred Hitchcock.
Les
expliqué a los otros lo que había ocurrido y nadie entendía a ciencia cierta
para qué me habían dejado llegar a la calle. Eugenio dijo que ellos estaban
enfermos, que era una aberración, y lo hacían para desestabilizarme
sicológicamente.
Al
rato llamaron a Veizant a una entrevista para decirle que lo liberarían, y que
su esposa Yaremis estaba siendo proceda en el DTI en 100 y Aldabó por un post
que había escrito y que, según ellos, ella mentía.
Eugenio
y yo estábamos felices porque eran dos menos en aquella injusticia y así
Veizant podría atender a su hija, que seguro estaba preocupada por sus padres. Los
dolores del cuerpo se iban agudizando en la medida que los nervios se
distendían. Eugenio y yo nos pasamos la noche hablando de justicia, historia y
masonería.
En
la mañana liberaron a Eugenio. Nos abrazos y la soledad es el peor enemigo,
aunque el encierro lo prefiero así que con mis compañeros detenidos. Al medio día vinieron
a buscarme cuatro militares. Me dijeron que saliera de la celda. Pregunté que a
dónde me llevarían. “A donde nos de la gana”, respondieron.
Cuando,
lentamente, por los dolores, sobre todo en las costillas, hacía un gesto para
levantarme, ellos quisieron alarme, me negué, y dije que no me tocaran, pero no
esperaron, me halaron por los pelos hacia el exterior mientras me volvían a
patear. Se lanzaron sobre mí como si fuera aquella “pilita” que hacíamos de
niño, solo que yo era el de abajo; me pusieron una bota en el pecho, luego la
rodilla, otro me golpeaba por el mismo lateral lastimado, lo hacía con saña. Le
grité que me diera por el otro lado porque esas costillas ya estaban partidas, y eso le
dio más ganas, “quién te manda a no obedecer”, me dijo, y continuó. Y me apretaron las esposas con esa manía que tienen de encajarlas en la piel hasta que te cortan la
respiración.
Me
llevaron a toda prisa por el medio de la ciudad, se llevaban los semáforos e
iban haciendo zigzag entre los ómnibus y autos. En pocos minutos estábamos en
el cuartel de Aguilera.
¡Qué
nombre tan injusto para nuestro Vicepresidente del Gobierno en Armas!
Ángel Santiesteban-Prats
Escritor cubano.