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24 de noviembre de 2010

Concepto de Patria

Foto AP



LOS PRÓCERES INDEPENDENTISTAS De América coincidían en que el continente es una sola Patria. Y sentía que mi amor era más grande que la Isla, tanto que rozaba otras costas y pensé en algún momento que llegaban a confundirse mis límites de fronteras y sentí que pertenecía a todas partes. Con esa duda que me aplastaba, lo primero que intenté fue organizar, aclararme, qué era realmente la Patria. Lo que conocíamos como Patria era el suelo, la tierra por donde caminábamos. Por lo tanto, el ser humano nacido sobre ella no era parte de esa Patria; los árboles, las frutas, los ríos, los animales, las flores, tampoco eran la Patria. Por lo que llegué a la conclusión que no éramos más que objetos, herramientas, adornos, eslabones disponibles para el concepto de Patria, que éramos utilizados al antojo y conveniencia, sobre todo para los políticos que movían la concepción a su favor. Lo que me parecía injusto que la superficie no estaba al servicio nuestro, sino lo contrario; el territorio no había sido
creado para cimentarnos sobre el, aprovecharnos, vivir y sobrevivir como el factor más importante: la raza. En cambio nosotros habíamos sido ideados para que salvaguardáramos los límites, los guardianes del espacio asignado. Y me sentí incómodo.

Y comencé a desconfiar de cierto nacionalismo que se acondicionaba a los sistemas y a los gobiernos, como el concepto de Patria. ¿Quién lo habrá inventado? ¿Qué es un país? ¿Quién decidió por mí los límites del suelo madre que debería de amar y por el que debería morir? ¿Acaso el hecho de que unos hombres se le adelantaran a otros en la conquista es suficiente? ¿Si a la Isla de Pinos hubieran llegado los portugueses primero que los españoles, entonces no fuera parte de nuestra Patria? Y sin embargo, ahora habría que morir por ella. Martí escribió una carta desde su destierro en aquella Isla, y se decía lejos de la Patria.

¿En una de las tantas guerras, ahora casi inexplicables, que existieron en la época, la mitad de la Isla de Cuba no pudo haber quedado dividida como Haití y Dominicana, que ni siquiera hablan el mismo idioma en aquella misma porción de tierra, sabiendo además, que esta última isla era parte de la nuestra y fue separada hace millones de años por una fenómeno sísmico, y que a su vez la Isla de Cuba también lo fue del resto del continente por un fenómeno similar?

¿Si Jamaica se hubiera mantenido bajo el dominio español fuera parte de la llamada Patria, como lo es ahora la Isla de Pinos? ¿Si las Islas que aún son colonias de las grandes potencias son conminadas a enfrentar una guerra con las islas vecinas, qué de patriótico tendría? ¿Patria? Entonces, ¿qué es la Patria? ¿Qué es un país? ¿Patria será sentir la extrañeza material del medio donde crecimos? ¿Será la añoranza? ¿Los que viven en Los Ángeles sienten como Patria a México o a los Estados Unidos de América? ¿La generación de los hijos que nadie quiso, mientras estuvo en la Base Naval de Guantánamo, en qué territorio se sentían?... ¿El mero hecho histórico y geográfico es suficiente para regir los sentimientos humanos? ¿El cielo de un país es importante? ¿De quién son las estrellas? ¿Qué es el cielo? La tierra da vueltas sin cesar y ese forro azul va cubriendo otras porciones de tierra, de Patrias también. ¿El cielo que vemos ahora será el mismo de ayer o de mañana? ¿Y las estrellas no correrán junto al manto oscuro como pegados a una cortina?

¿Cuál es nuestra agua cálida? El agua choca con las paredes del Caribe como una pelota de ping-pong o el balón que entra en la portería como gol después de burlar a Cuba, que juega como portero, y el resto de las Islas como defensas. ¿Quién administra el agua que nos rodea, cómo hacemos para no dejarlas ir y juntarse con las que cruzarán el océano hasta llegar a otro continente y viceversa?

¿Cuál es la tierra que guarda a nuestros antepasados y sus tradiciones, si nuestros ancestros
estuvieron durante muchos más siglos en Europa y en África que en América?
¿Qué es la Patria?
¿Cuál es la Patria?
¿Dónde está la Patria?

Sé que son preguntas ingenuas, tontas, puros lugares comunes; pero muchas de sus respuestas han servido de consignas políticas y mucha sangre se derramó por ellas. Yo sabía, o podía entender, que la Patria es el “Ser social”, una condición de vida que está en cada instante de nosotros, que nos caracteriza como pueblo. La manera de comer, caminar, hablar, gesticular, hacer el amor, mirar, respirar; pero también llegué a la conclusión de que todos esos detalles vivían dentro de mí, estaban asimilados y eran parte del “yo”, entonces, si podía deambular de un lado a otro con todos ellos, me afianzaría a algo más sólido y eterno: pertenecería al partido de la creación, y a una Patria sin límites ni mares ni fronteras adyacentes, definitivamente, como dijo el Apostol: “Patria es Humanidad”. En una entrevista que le hicieron a Gastón Baquero, el gran poeta cubano que había vivido exiliado en España por más de treinta años, respondió que él nunca se había sentido lejos de la Isla, porque se la había llevado consigo, dentro de sí; todo lo que le interesaba del Universo estaba allí dentro... “Mi país lo llevo conmigo, en mi castillo interior. En cualquier punto del planeta donde uno se encuentre, se está a la misma distancia de las estrellas”.

¿Acaso todo no será más que la identidad, aquello que nos rodea desde el nacimiento, las pequeñas costumbres que se juntan y se forman y nos rigen? ¿No será más que los códigos y símbolos con que nos educaron y crecimos y a pesar de nosotros viven en el subconsciente?

Por eso nada vale tanto sacrificio, la verdadera Patria está dentro de uno, en los intereses que podamos perseguir, en nuestras ambiciones y sueños: The rest is silence.

10 de octubre de 2010

Como conejos


Foto Yoandri Jiménez

UN AMIGO PERIODISTA DE Bayamo me contó que en el año noventa tenía seis años, iba camino a la escuela y su madre le habló sobre el período especial. De alguna manera, intentaba prepararlo para la contienda que se avecinaba. Luego ella le confesó que no tenía idea de hasta dónde y cuánto se iba a recrudecer. Jamás imaginó ver y hacer lo que después enfrentó la sociedad cubana.

Mi amigo periodista recuerda a a su padre y hermano mayor, graduado de ingeniero o cibernético, cuando iban en bicicleta cuarenta kilómetros, sólo de ida, a recoger cangre de yuca para los conejos que consiguieron a cambio del televisor. Su papá dijo que la telenovela no era más importante que la nutrición. Su madre cerró los ojos y se mordió la lengua. Mi amigo desde su infancia justificada, protestó, exigió su espacio de dibujos animados. Su viejo lo interpeló asegurándole que eso tampoco era más primordial que su alimentación. En aquel entonces, pensó que su progeniitor era injusto, pues su horario de aventuras era más significativo que la comida. Luego que recogían el cangre, regresaban otros cuarenta kilómetros, pero ambos con el peso de un saco en la parrilla de la bicicleta.

Por suerte no recuerda los zapatos de tela que su madre le cosía, pero no puede olvidar el olor de arroz con tomate que su familia comía para reservarle a él, el último huevo de la cuota.

También recuerda la discusión entre su padre y el hermano, quien exaltado, exigía a el derecho de esconder en el mismo saco de cangre, algunos pedazos de yuca abandonados en el campo después de la cosecha. Su papá negaba con rabia: en mi casa no se roba, carajo. Su hermano aseguró que entonces no le quedaba otro camino y los besó a todos, aunque su padre no le respondió el gesto.

Pensaron que a lo sumo, se iría a de la casa por unos días, luego regresaría. Y pasaron los primeros días. Cada vez que tocaban a la puerta el viejo hacía un gesto por abrir, pero prefería mantenerse en su lugar y que lo hiciera otro, balbuceaba.

Entonces llegó la llamada telefónica a la casa del vecino. Apúrate, que es de larga distancia, gritaron.
–Ahora qué hace ese muchacho en La Habana –rezongó. Y rechazó las ganas de correr, preguntarle cómo estaba y cuándo regresaba a casa.

Mi amigo recuerda que su madre regresó llorando. Su papá protestó, se lloraba sólo por los muertos, dijo.
–Casi –dijo la madre.
El padre se mantuvo tenso, algo iba a suceder en su familia.
–Nuestro hijo está en Miami –dijo ella.

Mi amigo recuerda que su padre comenzó a llorar como si fuera un niño y no había nada que lo calmara. Los conejos comenzaron a sacrificarse pues el viejo perdió la voluntad, las fuerzas para recorrer aquella distancia.

Ahora mi amigo es periodista, hizo la universidad en Santiago de Cuba, y gracias a la ayuda económica de su hermano, pudo mantener su vida en esa ciudad desconocida y sin familia que lo pudieran auxiliar. Tiene computadora. Ropa y dinero en el bolsillo.

–Gracias a mi hermano –me dice–. Lo que no puedo entender ni perdonar, es que si ambos somos profesionales, ¿por qué tengo que vivir de su dinero?

7 de octubre de 2010

El tesoro

Foto AP

ERA MI BARRIO Y CON MI Moto cruzaba las calles como un Quijote caribeño en pleno año de 1992. Una tarde, doblo en la esquina a de mi casa y reparo en un vecino que está inmóviil sobre su bicicleta, un pie sobre el contén de la acera, el otro pie en la calle, un brazo sobre el timón, la cabeza descansaba sobre el antebrazo sirviéndole de almohada, y parecía un muñeco de trapo. Algo raro percibí en aquel señor que desde niño veía entrar a una casa cercana a la mía, y giré el timón de la moto para regresar. Cuanto estuve a su lado pude percibir que a pesar de sentir el ruido del motor no levantaba la cabeza.

Le pregunté si podía ayudarlo. Dijo algo que no pude entender, bajé la aceleración del motor y me acerqué, él ladeó la suya y pude verle el rostro pálido, sujétame, dijo; con rapidez apagué la moto y le tomé el brazo, tengo mareo, volvió a decir, y sentí que su cuerpo temblaba como la hoja de un libro. Le sugerí que respirara profundamente. Apenas lo pudo hacer. A veces sus piernas se doblaban. Descubrí que a pesar de su debilidad, protegía algo en su otra mano, tiene el puño cerraado junto al pecho. Me ofrecía para sostenerlo y negó con un gesto. Hizo un esfuerzo y levantó la cabeza para reparar en mí. Me mantengo sujetándolo. Dijo saber que no debió hacerlo, pero no tuvo otra opción. Para el almuerzo sólo tenía un poco de arroz, y fue a casa de su cuñada a buscar algo para que al menos, su esposa, tuviera con qué acompañarlo. Él no, llevaba una semana con arroz solo y no se quejaba; pero sabía que ella, aunque hiciera todo un esfuerzo no podría comerlo; entonces la cuñada le dio el último que le quedaba, y miró el puño cerrado. Luego, con mucho cuidado, fue abriendo la mano, y ante mis ojos apareció un huevo de gallina.

6 de octubre de 2010

El color de la vida

Camilo Cienfuegos, por Alexis Esquivel

ESA MAÑANA MI Madre no amenazó con que si dejaba el desayuno no iría al estudio de Salvador para verlo pintar. Esas palabras bastaban para que aceptara cualquiera de sus mandamientos.
Salvador se había acostumbrado a mi presencia. Aprendí a no molestarlo. Desde una esquina
observaba su ritual de prepara ar los óleos con el cuidado del gran alquimista. Intentaba aprender cada gesto porque aspiraba a ser su amanuense. Para mí la felicidad era poder algún día sostener su paleta, apretar los tubos, y hasta con el tiempo, ayudarlo en un trazo preciso. Me deleitaba mirar cómo el lienzo iba cediendo espacio a otros colores. Sin querer me introducía en un mundo de líneas, puntos, calidoscopios de imágenes que nunca eran repetidas. Al final, fatigado, lo tapaba con un paño blanquísimo para protegerlo de e los ojos de su hija y su esposa.

Pero esa mañana mi madre no mencionó a mi amigo Salvador. Y yo como símbolo de desobediencia dejaba el vaso de leche completamente lleno. Miraba a sus ojos pero ella me evitaba. Dijo que ya no podría verlo pintar: falleció al a amanecer. Desconocía esa palabra y alcé los hombros. Entonces explicó que la muerte era como el tío que se fue en balsa y no volveríamos a ver. Y corrí a tomarme la leche, no quería ese castigo, pero ella me detuvo para apretarme contra su pecho. Esa mañana me quedé dormido sobre el sofá y tuve fiebre. Las vecinas pasaban cerca de mí y me observaban con lástima. Con misterio se hablaban al oído. El estudio de Salvador no lo volvieron a abrir en mi presencia. Perdí el apetito y mis espacios parecían que nunca podrían volver a llenarse.

Hasta que miré por la ventana de la casa de Salvador y lo vi escondido en el verde de su último cuadro, se puso un dedo en los labios para que no lo descubriera, entonces reí. Callé el último secreto que él compartía conmigo. Me enseñó a no revelar los temas que pintaba cuando preguntaran los curiosos. A veces me sorprendían conversando con él. Me bastaba con saber que seguía allí, dándole los toques finales a un cuadro inacabable. Por eso, a partir de ese día en que conocí que la muerte no es concluyente, estoy loco para el resto del mundo. Comenzaron a darme pastillas que el sicólogo recomendó.

Desde esa experiencia lucho contra lo que parece definitivo. Sé que detrás de cada aliento, imagen y palabra, existe el arrojo de alguien que espera con paciencia ser escuchado, visto, nombrado. La oportunidad también es un grito de esperanza.

4 de octubre de 2010

Madres de la Plaza de Agosto II

Foto Karel Poort


LOS FAMILIARES, después de varios días de andar por la playa, aseguraban a las madres que ya no se podía hacer nada por encontrar a sus hijos, el mar no los devolvería, y lograban convencerlas de que debían abandonar la costa y volver a sus casas, no sin antes dejarlas hacer el último ritual: con sus pies hinchados, y sus cabellos despeinados de tantos halones porque no tenían otro desahogo que la rabia, se arrodillaban para mirar el mar con una mezcla de rencor por haberle arrebatado a sus hijos.

Mientras oraban, las olas iban alejando las flores que lanzaron las familias. Los padrinos, para protección de sus ahijados, movían los caracoles y los tiraban en la arena y los rociaban con humo de tabaco, miel y aguardiente; luego descifraban la letra y en plena comunicación con los dioses, rompían un coco con la esperanza de que ese acto deshiciera los maleficios y espantara los malos espíritus que pudieran rodearlos, y echaban al mar la masa blanca que contrastaba con el azul del agua y los peces acudían con prisa para probar, mientras se escuchaban los rezos desesperados y las promesas que ofrecían los dolientes. El padrino decía que en pago por sus cuidados, los santos pedían comida para la prenda con sangre de gallo y chivo. Al final, terminaban la ceremonia, ofrendando a Yemayá un pato vivo que, asustado, superaba el oleaje, movía las alas y se alejaba desesperado en un intento de escapar o festejar la libertad; mientras los niños, agazapados en el agua, esperaban a que los familiares lo perdieran de vista, para atraparlo y esconderlo en un saco junto a otros, con la intención de revenderlos o llevarlos como aporte a la comida familiar.

Y esto sucedía cuando en la arena, aún quedaban las siluetas de sus pisadas antes de montar las balsas.

2 de octubre de 2010

Madres de la Plaza de Agosto I

Foto Karel Poort

CUANDO EN AGOSTO De 94 la generación de los hijos que nadie quiso, preparaban las balsas en las costas cubanas, se podían escuchar los gritos de las madres que buscaban a sus hijos hacía varias noches, y el mar, turbio, dejaba escapar un largo bramido al romper contra los arrecifes.

Amanecía y andaban aún con los faroles encendidos a plena luz del día. El mar sólo les devolvió las embarcaciones vacías y ellas querían los cuerpos para enterrarlos. Me pregunto de qué sirve que lo entierren a uno después de muerto, qué diferencia hay entre estar cubierto de tierra o de agua.

Lo cierto es que algunas madres habían perdido la esperanza y miraban inseguras a sus nietos que sujetaban de la mano sin saber qué hacer. Me negué a verlas para no fijar en mi mente las imágenes angustiosas que le quitan la fuerza al más optimista: ver por la playa a esas mujeres ojerosas, halando de un lado a otro sin descansar a aquellos niños descalzos y hambrientos, con la ropa humeda por la neblina y el rocío, mirando el agua como si esperaran el momento milagroso en que aparecieran, flotando, los cuerpos de sus hijos; y al mismo tiempo, verles reflejado el temor de que realmente ocurra, cuando los confundían con algún tronco o pedazo de lona devuelto por la marea. Cada vez que el mar traía un objeto, se acercaban desesperadas, los gritos de horror los recibíamos espantados, temiendo que el mal presagio se hiciera realidad. Sus ojos se movían con rapidez en busca de un detalle conocido y el objeto viajaba de mano en mano, y ellas temblorosas, clavaban sus uñas tratando de desenterrar un
quejido o un aliento. Intentaban interrogar un remo, una vela, un pomo, a veces un nylon, para averiguar qué había sido de sus hijos. “Aún buscan las madres en la sombra la sonrisa de sus hijos”, había escrito José Martí en el primer aniversario del fusilamiento de los estudiantes de medicina en La Habana, “aún extienden los brazos para estrecharlos en su pecho, aún brotan de sus ojos raudales de amarguísimo
llanto”.

Y estas madres, a orillas de las playas, lloraban también por sus hijos inocentes.

1 de octubre de 2010

Historias de mis vecinos IV

Foto Rómulo Sánz

ÉL SE IRÁ A BUSCAR La “residencia” en la República Checa para lograr los sueños de una vida mejor. Ella viajará, por “reunificación familiar”, hacia Miami. Son pareja desde hace cuatro años. Y están enamorados. Sus ojos brillan sólo de mirarse. Ellos se han visto reflejados en otros tantos que han visto partir y conocen las malas jugadas del destino. Pero ahora intentarán burlarlo. Ella necesita, le suplica, que cuando llegue al aeropuerto él ya no esté dentro de la isla: no tendría fuerzas para irse primero y dejarlo atrás. Él quiere, necesita complacerla, por eso sacó pasaje para un día antes del viaje de ella.
Cuando hayan logrado estar fuera, entonces volverán a unirse.
Ella se unirá a su madre y hermana que la esperan en la Florida. Él tiene sus dos hijos en Italia. ¡Quién niega que un hombre con dinero no puede más que el amor! Su ex mujer rompió su matrimonio y arrastró a los niños en su aventura. Ahora él mira las fotos mientras juegan en un parque infantil en Milano. Dice que no quiere continuar reuniendo fotos como si su pecho fuera un álbum. Su hermano está en Eslovenia. Su sobrina en Madrid. Amigos en todas partes.

Ya se cansó, y entre todos los que están fuera, reunieron para pagarle un matrimonio con una anciana checa que no tiene dinero para pagar la calefacción. La anciana tiene un hijo en Argentina y un nieto en Turquía. Se pregunta adónde irá a vivir su biznieto.

La anciana desconoce que su biznieto ya se forma en el vientre de una kazaja criada en Rusia, donde no quiere regresar, allí sus padres la continuarán maltratando. Tampoco tiene dinero para ir a ninguna parte. Ella no recuerda con quien se acostó la noche del embarazo, por lo qu
sospecha que tendrá un hijo que nunca conocerá. Un viejo islandés les ofrece a la kazaja y su hijo una vida tranquila en su isla de hielo.

Ese niño que lleva sangre kazaja y checa, conocerá en Sídney, a la nieta del hombre que residencia en la República Checa. El sueño de esos dos jóvenes será irse a vivir a una isla del Caribe llamada Cuba. Para huir con la novia, el biznieto de la anciana necesitará robarse un auto para llegar al puerto de donde zarparán en barco hasta Europa, luego en otro hasta el caribe.

Ambos jóvenes un poco drogados, detrás del volante del auto con que huyen, no verán cruzar la calle al hombre ya residente en la República Checa y que ahora vive en Sídney y regresa del mercado. Cuando el biznieto de la anciana descubra su silueta será demasiado tarde, un golpe lo hará caer contra el asfalto, su último pensamiento será para aquella muchacha que le brillaban los ojos y que perdiera su contacto al poco tiempo de llegar a Europa.

Mientras, esos jóvenes intentan alcanzar un puerto para llegar a una isla soñada.

Historias de mis vecinos III

Foto AP


LA MUCHACHA QUE VIVE Encima de mi apartamento se llama Pilar y proviene de una ancestral familia católica. Lleva tres años de relación con su novio. En estos treinta y seis meses se han excitado en muchas oportunidades. Alberto vive con sus padres y abuelos. Ella también. Les ha sido muy difícil satisfacer sus instintos eróticos.

En los mil noventa y cinco días de noviazgo, sólo se han dado besos en
escalera de nuestro edificio. Se despiden sofocados, tensos y con el rostro acalorado.

Como las posadas fueron convertidas en viviendas, con igual prontitud que los “cuarteles en escuelas”, Alberto estuvo investigando alguna casa que alquilar, pero cuando supo que el precio era de cinco CUC por tres horas, sin derecho a bebida ni comida, sus ánimos decayeron. Al cambio serían cientoveinte pesos, la mitad de su salario mensual, algo imposible de asumir por él. Por muchos.

Su morbo aumentaba cada vez que imaginaba su luna de miel. Sin desearlo, habían logrado cumplir los preceptos católicos, respetar la decencia familiar de la novia, y acogerse al convenio establecido cuando lo aceptaron como relación de la niña. Dijeron las beatas: sólo se casan después de graduarse. Ahora faltaban pocos meses. Hubiera continuado la alegría si no existiera un periódico en sus manos con la noticia de que a partir del nuevo año no se darán oportunidades hoteleras a los recién casados.


Entonces recordó que hacía poco leyó en el mismo periódico que la natalidad nacional estaba por debajo de casi cincuenta años atrás. Pensó que la Revolución se quedaba sin soldados, los hombres del futuro que llevarían… ¿adelante?, el proyecto socialista corría peligro de no tener continuadores. Y como una tarea revolucionaria, tanto como fundar una guerrilla en un país desconocido o irse con el ejército a una guerra ajena y lejana, fue a buscar a su novia, sin explicarle la tomó de la mano, montaron una guagua hasta las playas del Este, y allí, en sus arenas finas, se amaron.

25 de septiembre de 2010

Historias de mis vecinos II

Foto: Alejandro Azcuy


DESPUÉS DEL DISCURSO Del nuevo presidente. Después que anunciara el fin de todas las gratuidades, mi vecino, que por varios años consecutivos había sido galardonado como trabajador vanguardia de su fábrica, decidió cesar su esfuerzo incesante. Ese que día a día, aportaba en su centro laboral. No trabajaría más hasta que le pagaran un salario que le permitiera costearse unas vacaciones al año, aunque sea en el peor hotel de Cuba, para no ser exigente porque soy revolucionario, aclaraba. Estaba acostumbrado a ir cada verano con su esposa e hijas a un balneario y disfrutar una semana de tranquilidad alimenticia. Era su estímulo. Se sentó, como en el proverbio árabe, en la puerta de su casa, que no llega a ser ni siquiera una cabaña. Sus techos están ladeados, las paredes han perdido su vestidura y los ladrillos, expuestos a la intemperie, cedieron a unas rajaduras que permiten saber, desde la calle, en cuál pieza de la casa están sus moradores. Por lo tanto, para ser precisos, a partir de ahora,
ya sin las “ventajas socialistas”, la llamaremos covacha o kimbo. Y se sentó, les decía, a la puerta de su hogar. Se arrancaría de las manos los callos creados en tantos años, mientras llega la muerte o un destino más soportable. No tardaron en llegar los representantes de la Casa del Combatiente y el Secretario del núcleo del Partido. Todo buen trabajador es comunista, según le dijeron, pero si deja de honrar a la clase obrera entonces ya no es militante. Al marcharse decidieron retirarle el carné color púrpura.

Luego lo visitaron los dirigentes de la fábrica y quedaron sorprendidos por las condiciones paupérrimas de su morada. Mi vecino al principio no supo a qué carajo se referían, cuando le expliqué, respondió con una mentada de madre. Los jefes le hicieron saber que desde su ausencia, nadie entiende la vieja
máquina que ahora se mantiene rota la mayor parte del tiempo. Comenzó el incumplimiento de los convenios con clientes en el extranjero y las quejas. La demora de los pagos por la mercancía se ha ido ampliando, lo que hace imposible que la fábrica sea rentable y en consecuencia, adiós la “emulación
socialista”.

Con paciencia y dolor mi vecino les explicó que se había puesto viejo sin lograr nada. Cuando de niño comencé a trabajar con los dueños americanos, me parecía injusto que los jefes se fueran de vacaciones para Nueva York, y sus hijos, hasta malos estudiantes, no aprovecharan la suerte de nacer con dinero. Pero también es verdad que cuando comencé a trabajar pronto compré esta casita nueva, y mi vida cambió.

Después del cincuenta y nueve, cuando vi que los hijos de los propietarios y sus secuaces no irían de vacaciones con mi esfuerzo, me entregué al proceso. Estuve en la lucha contra bandidos, en Girón, Argelia, Angola, Nicaragua, Etiopía y me olvidé de mí y de mi familia. En la fábrica me daban un salario suficiente para sobrevivir y nunca me quejé. Cuando llegó el período especial, entonces me dieron una jabita con productos. Luego quitaron esa entrega y nos dieron diez chavitos; al poco tiempo los suprimieron también. Entonces me concentré en ganarme las vacaciones para disculparme ante la
familia y callarles la boca.

–¿Ahora qué les digo?.. Me quedé sin justificaciones.

20 de septiembre de 2010

Historias de mis vecinos I


Foto Alejandro Ascuy

TODA LA NOCHE ESCUCHÉ Llorar a la esposa de mi vecino. A intervalos aseguraba estar cansada. Muy cansada, insistía. La mayor parte del tiempo el esposo no le respondía, pero al hacerlo coincidía: yo también. Luego llegaba el gemido de ella, esa manera entrecortada que hace recordar el llanto de la
niñez. La angustia me fue creciendo y el sueño se fue alejando. Me acostumbré. El lamento llegó a ser una música inevitable.

En la mañana el golpe de los martillos me hizo asomar a la ventana. Mi vecino, junto a sus dos hijos adolescentes, arma una balsa con varios tanques vacíos. Miré al techo y ya no tenían para almacenar agua. Mi vecina estuvo todo el día encerrada en la casa. No abrió las ventanas, seguramente para no mirar la preparación de la fuga familiar.

En la tarde ya tenían lista la embarcación. Un camión con nevera climatizada vino a buscar la balsa. Los tres hombres fueron entrando a la casa para despedirse, uno a uno. Regresaban aún más tristes, como si fuera posible aumentar tanta carga de angustia.

Antes de cerrar la puerta de la nevera volvieron a mirar hacia la casa, quizá esperando verla a ella por última vez. Pero no asomó. Le entregaron el dinero al camionero que luego de contarlo, se puso en marcha. Cuando los vecinos vieron a los perros correr detrás del camión no pudieron entender su desesperación.

Pasaron largos días y ella se mantuvo encerrada dentro de la casa. A veces los vecinos preocupados la llamaban con algún pretexto pero no respondía.

Una hermana que vino del campo rompió la puerta. Los médicos aseguraron que su familia aún no había puesto la balsa en el agua y ella ya se había envenenado.

17 de septiembre de 2010

Bloguear a ciegas




POR ESTOS DÍAS TENGO LA Esperanza de leer mi blog por primera vez. Algunos amigos que lo han visto me lo describen, y siento el mismo placer que cuando me hablan de mis hijos. Me sugirieron que comprara una tarjeta que permite el servicio en los hoteles para entrar en el ciberespacio. Luego de dos meses y medio de iniciado ese sitio, aún no he podido verlo. Tengo ansiedad por leerlo, palparlo, olerlo. Imaginar su diseño me brinda una sensación de ternura. Por estos días un anciano me preguntó si estaba seguro que fuera de esta isla existía civilización.

Levanté los hombros, creo que sí, le respondí. Y me miró un largo rato, buscando la verdad perdida. Es que, me dijo, ¿cómo es posible que nos hayan olvidado?... Me cansé de lanzar botellas al mar, me aseguró. Me cansé, volvió a repetir y se alejó rumiando. Por estos días una señora me ha dicho que las escenas de guerras de los noticieros le parecen filmadas en estudios secretos de televisión. Le dije que no: en otras partes también existen contradicciones sociales, pugnas políticas, hambrunas, enfermedades, etc. Es que nunca, me aseguró ella, muestran la felicidad, salvo en las noticias nacionales donde todo marcha bien, y se cumplen los planes, y las personas entrevistadas son felices, y no se quejan, ni tienen molestias, ni ideas diferentes… ¿Afuera la gente siempre se mata? A veces, respondí. Entonces, prosiguió, ¿ellos no comen manzanas, no viajan en cruceros, no hay votaciones pacíficas? En algunas partes, le dije. La mujer se mantuvo mirándome.

Seguramente eres uno de ellos, aseguró. ¿Quiénes?, quise saber. Esos que redactan las noticias nacionales llenas de felicidad y nos hacen creer que vivimos en el paraíso… Hazme un favor, me solicitó, estoy perdiendo la vista, si intento dirigirte la palabra otra vez recuérdame que eres tú, así me evitaré el mal rato… Al regreso a casa puse el noticiero, los afganos corrían de un lado a otro. Tuve la duda si en el fondo creí ver un campo de caña, y hasta el humo de una chimenea de central. Me acerqué al televisor y lo apagué.

Por estos días también me han “Interrumpido el Servicio de Correo Electrónico”. Ahora, voy por La Habana detrás de un alma caritativa que suba un texto a mi espacio, y esto me hace recordar la emoción que sentía en aquellos primeros años de escritura cuando erraba por la ciudad intentando encontrar una máquina de escribir con buena cinta, y alguien que tecleara a escondida de su jefe varias cuartillas de un cuento que participaría en un concurso literario. No me quejo. Desde el principio supe lo que iba a suceder por elegir tener un “estatus” de escritor dentro de la isla, por ende, algunos beneficios, o lograr un espacio para escribir los problemas que me rodean y angustian, y por extensión, recibir ataques institucionales.

Por estos días en La Habana se elevó el costo de la palabra escrita. Un propietario de correo autorizado le cobraba un cuc el servicio de comunicación con familiares en otros países, o a las jineteras que mantenían sus contactos con extranjeros. A partir del año pasado que intentaron negar el acceso a los
cubanos a conectarse desde los hoteles, el alquiler de los particulares ha escalado a tres cuc, y dicen que antes que termine el mes aumentará a cinco.

Por estos días tengo duda: no sé si la palabra sube de precio o ha perdido su valor.

1 de septiembre de 2010

Diario en la cárcel V (La madre)

Foto: AP

Entra al salón en busca de su hijo, en la visita anterior le dijeron que por indisciplina lo mandaron a la celda de castigo, allí estaría veintiún días, con media ración de comida y sin sol; así que para verlo, debía esperar al mes siguiente.

Ahora, ella busca entre decenas de presos con sus familiares, sin encontrar a su hijo; es imposible no reconocerlo, los guardias debieron equivocarse y y dejarlo entrar de la galera. Va hasta la puerta a preguntarle a los oficiales; su hijo no está. Ellos insisten en que sí, y le enseñan la foto en la tarjeta que todos tienen como identificación.

La madre regresa al salón y pacientemente busca uno por uno. Al llegar al final y no encontrarlo
comienza a llorar, pero comprende que pierde tiempo y que luego los guardias no se lo tendrán en cuenta, así que supera su nerviosismo y reinicia la búsqueda, también infructuosa.

Cuando la vuelven a ver angustiada, los guardias se enfurecen, le dicen que su hijo sí está, que por favor, si ella no lo crió que busque a la persona que lo hizo para que le indique dónde está.

Prefiere callar, sin aclarar que crió a sus hijos sola y nunca tuvo quien la ayudara. Y repasa nuevamente cada rostro. Cuando revisa y no lo encuentra, le da vergüenza molestar otra vez a los sargentos.

En el salón, sólo hay un muchacho que duerme, solitario, con el rostro escondido entre sus brazos, pero por mucho que lo mira, nada le indica que sea su hijo. Esta pelado a rape, su cabeza es demasiado pequeña, los brazos flacos, la piel muy blanca y la espalda estrecha. Su hijo es alto y fuerte. Aunque le llama la atención que todos los presos estén con su familia y él no. Se acerca, desconsolada, a pesar de saber que lo hace por gusto.

Con temor, lo toca por el hombro; el muchacho levanta la cabeza y la abraza.

29 de agosto de 2010

Diario en la cárcel IV (Hambre)


Foto: Karen Miranda

Los sargentos recogen las bandejas vacías, tan limpias por las lenguas de los detenidos que no hace falta fregarlas.

El sonido de la última puerta al cerrarse deja un silencio que los hace sentir más presos, y el aire, escaso y caliente, provoca asfixia.

Ningún detenido se atrevería siquiera a alzar la voz para evitar que lo lleven a la celda de castigo porindisciplina. Los sargentos caminan lentamente y se detienen a espiar tras las puertas y a escuchar qué hablan los presos cuando la abulia y el desespero por el encierro les provoca un febril estado de ansiedad que vuelcan en habladurías, para luego delatarlos con los instructores.

Cuando el silencio parece eterno, algún mecanismo sádico hace que la noche se detenga y dure más de lo acostumbrado; y llega un susurro, una palabra rechinando en las puertas metálicas, resbalando en el piso como un vaso de agua; y los detenidos se asustan porque conocen bien las voces de cada sargento, los pasos, la forma en que dejan caer las botas mientras caminan, cómo carraspean y hasta sus ronquidos. Por eso, desde sus celdas, todos quedan intrigados porque no pueden descifrar de quién es aquella voz que escapa como un lamento. Esta vez no es alguien que sueña y clama por un ser querido o grita el nombre del instructor para que no se le acerque, ahora alguien grita desde una celda y cada palabra pronunciada toma fuerza; primero no se puede escuchar qué dice, luego se entiende algo como «tengo hambre».

Los sargentos pasan de prisa por delante de las celdas, buscando, como perros con rabia, de dónde sale aquella voz; abren una ventanita, le dicen que se calle, pero el detenido habla, y por el orificio de la puerta escapan las palabras con mayor nitidez, perdone, sargento, pero no sé cómo soportar el hambre, no puedo aguantar, perdón mil veces, pero yo he sido siempre un hombre de buen apetito; los guardias siguen aconsejándole que mejor haga silencio, que si continúa le va a ir muy mal; el preso comienza a suplicar, y la súplica se convierte en llanto. Le advierten que después no van a poder hacer nada cuando quieras parar, ahora estás a tiempo; pero el detenido llora como un niño y pide perdón, nunca fue un hombre de problemas, nunca lo he sido, por favor, entiéndanme.

Se escucha el sonido del candado y luego de los cerrojos que se abren con violencia, después, el
chirrido de las bisagras. El pánico del hombre aumenta, su llanto se acrecienta mientras las voces amenazantes de los sargentos lo interpelan; ruega que no lo golpeen; y los guardias, que entonces se calle y se retirarán y no habrá problemas; le insisten en que comprenda que le están dando más oportunidades de las que acostumbran, pero el detenido asegura que no lo entienden, el problema radica en que no puede soportar el hambre, es algo que no está en mí, no sé cómo controlarla.

Se escuchan algunos golpes y luego el llanto. Los sargentos le preguntan si se va a callar finalmente, y el preso en medio de su llanto incontenible explica que con un pedazo de pan viejo es suficiente, que un poco de raspa le basta o un trozo de boniato. Los guardias comprenden que ni siquiera los golpes lo harán callar y deciden llevarlo a la celda de castigo. El llanto se convierte en gritos de pánico, al chinchorro no, por favor, allí no. Y los sargentos forcejean para inmovilizarlo y poder trasladarlo. El detenido gira el cuerpo, lo encoge para luego estirarlo como un resorte y escapar de las manos de los carceleros, hasta que ya no puede hacer más movimientos y lo conducen a rastras por delante de las celdas. Va llorando y pide disculpas, no quiere que lo tomen como un antisocial, es un hombre bueno, pero de mucho apetito, ese es su único delito. Al chinchorro no, tengo miedo, dice. Le quitan la ropa, como establece el castigo, lo echan dentro de la celda y la cierran; pero los soldados saben que no han
hecho mucho, el detenido continúa pidiendo comida porque es un hombre de buen apetito, está convencido de que esa excusa basta para que lo comprendan.

Los sargentos abren la celda, le advierten que si sigue alterando el orden se van a poner muy furiosos. Pero nada hace que se calle, pide comida una vez tras otra. Uno de ellos entra desesperado y lo golpea muchas veces hasta darse cuenta de que no se callará mientras tenga conocimiento. Otro soldado trae un juego de esposas para las manos y los pies y un poco de vendas para taparle la boca. Forcejean un rato hasta que se deja de escuchar la voz del detenido. Después cierran la puerta de un tirón y por los pasos de los sargentos y la manera en que dejan caer las botas, los detenidos deducen que están cansados. Vuelve el silencio, un silencio que habían olvidado por varios minutos.

Al amanecer, abren la celda de castigo. Nadie ha podido conciliar el sueño pensando en el hombre del chinchorro, en la humedad del piso bañado por esa gota de agua que inevitablemente cae desde el techo y choca contra su cuerpo; saben que es insoportable permanecer un día completo allí.

Cuando le quitan la venda de la boca todavía llora, ahora con menos fuerza, pero aún se puede escuchar su voz: tengo hambre, por favor, soy un hombre de buen apetito.

24 de agosto de 2010

Diario en la cárcel III (Prisión La Cabaña)



Foto: Alejandro Azcuy

CON LOS MESES EN LA CELDA Llegas a asumir la soledad. Luego las cosas mejoran.
Te acostumbras a saber que a unos pasos de ti existen otros desgraciados que lloran, rezan y suplican, que su estancia en ese lugar, increíblemente apacible, se termine alguna vez. Nada es eterno, por mucho que lo parezca.

Lo mejor es cuando sientes ganas de masturbarte, el momento del orgasmo se estira, repasas cada imagen guardada en tu mente, pasa el tiempo y parece como si te hubieras fugado de aquel lugar, quedas con la sensación de haber estado alejado por un tiempo de esas cuatro paredes; en esos instantes crees que en realidad posees a tu mujer, que ella grita de placer y se desespera; inconsciente olfateas debajo de tus axilas, extrañamente ese olor a sudor te recuerda el de tu mujer, pasas los dedos por entre las nalgas y ese también la recuerda, percibes que vas a explotar, y ella se detiene, te vuelve a recorrer el cuerpo con su lengua, después se acuesta para que le hagas lo mismo, y bajas desde el cuello hasta los dedos de los pies, luego retornas con lentitud, regresas sobre esos contornos ya lamidos, es un ritual en el que no se admite desconcentración; vuelves a detenerte, quieres que el tiempo no pase, ya sabes que después del orgasmo es peor, que el semen provoca náuseas, te deprime y quieres gritar que te devuelvan a tu casa.

20 de agosto de 2010

Diario en la cárcel II (Prisión La Cabaña)

Foto: Alina Sardiñas



AL PRINCIPIO PENSÉ Que estaba aislado, que no había más detenidos en las otras celdas; a veces escuchaba alguna puerta que se abría lenta y silenciosa, como tratando de no lastimar sus bisagras; con el tiempo y tanto silencio, los oídos se afinan, comienzan a advertir cierto roce, luego algo que se arrastra, después descubres que son los pasos tristes de alguien que carga el mundo sobre sus hombros y las piernas temblorosas se le doblan de pánico, pero no te importa, te invade la alegría de saber que no estás solo, que no eres el único desgraciado, los ojos se humedecen, tienes deseos de golpear la puerta, de mirar tras el hierro y los muros, ganas de abrazar, de que te abracen, de escuchar una palabra, un susurro, pero que sea de un ser humano; luego preferí no hacer ningún ruido o pronunciar palabras, o no tuve el valor, solo me fui dejando caer frente a la puerta, sabía que los guardias me localizarían de inmediato y en represalia me mandarían para el chinchorro, la celda de castigo, y, posiblemente me negarían las visitas de mis familiares.

Estuve un rato llorando sobre la losa fría. Hubiera querido sentir el calor de otro ser humano; probé pegando mi cuerpo al piso, así me mantenía unos minutos hasta sentir la espalda sudada, y con un movimiento ágil me volteaba y corría a pegar la cara sobre el pedazo ya caliente que estuvo cubierto por mi piel; pensaba que de esa forma materializaba a otra persona, preferiblemente mujer, que permanecía a mi lado; el movimiento apenas se demoraba dos segundos, lo practiqué tantas veces que lo llegué a efectuar en un segundo, pero siempre que me pegaba al piso me sobrecogía la frialdad, la misma que le brotaba por los ojos a los militares cuando me interrogaban, o salía de las paredes y las puertas, emanaba de la comida y del aire; también echaba el aliento entre mis manos, tratando de apresarlo con los dedos y poder olerlo, buscando la sensación de que había alguien cerca y me acompañaba.

Finalmente, llegué a la conclusión que todo esfuerzo que hiciera sería inútil, percibí que el lugar estaba diseñado para hacernos sentir como un pedazo de carne en el matadero.

15 de julio de 2010

Diario en la cárcel I (Prisión La Cabaña)



FUERA DE TODO Mundo imaginario, es el extremo consciente de la realidad, vives dentro de una celda de dos metros de largo y uno de ancho, por lo general con cuatro reclusos, a veces dieciséis que tienen que convivir de pie, y a la hora de dormir, van cayendo lentamente, como desmayando, cañas que se tiran unas encima de las otras, y conforman una masa deforme que no podría adivinarse a quién le pertenecen las extremidades.
El aire no alcanza para dos, ni siquiera para uno solo, y el sonido por el jadeo de la falta de aire se
escucha como un instrumento desafinado. Pero esa asfixia que se convierte en asma crónica, no es peor que estar solo. Muchas veces, según el tratamiento, te dejan solo para que la locura llegue con más rapidez. En ese caso, por unos instantes, lo único que se puede ver, que no sea tu propio cuerpo, son algunos dedos de una mano que desaparece como si fuera producto de la imaginación, cuando abren, tres veces al día, una pequeña ventanita rectangular en la parte baja de la puerta para introducir
las bandejas. Entonces hay que conformarse con observarla esos pocos instantes en que una mano cualquiera tira una bandeja hacia el interior de tu celda y los frijoles o la sopa se esparcen por el piso, se confunden con el arroz que se recoge con la cuchara, porque en esas circunstancias, no se puede desperdiciar ni un solo grano.
A veces dan deseos de tocar la mano, sujetarla, besarla, pedir perdón, misericordia y que ésta se
conmueva y te permita salir de allí, detener la angustia; pero de nada valdría la pena, esa mano solo sabe amenazar, empujar y golpear.