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10 de octubre de 2010

Como conejos


Foto Yoandri Jiménez

UN AMIGO PERIODISTA DE Bayamo me contó que en el año noventa tenía seis años, iba camino a la escuela y su madre le habló sobre el período especial. De alguna manera, intentaba prepararlo para la contienda que se avecinaba. Luego ella le confesó que no tenía idea de hasta dónde y cuánto se iba a recrudecer. Jamás imaginó ver y hacer lo que después enfrentó la sociedad cubana.

Mi amigo periodista recuerda a a su padre y hermano mayor, graduado de ingeniero o cibernético, cuando iban en bicicleta cuarenta kilómetros, sólo de ida, a recoger cangre de yuca para los conejos que consiguieron a cambio del televisor. Su papá dijo que la telenovela no era más importante que la nutrición. Su madre cerró los ojos y se mordió la lengua. Mi amigo desde su infancia justificada, protestó, exigió su espacio de dibujos animados. Su viejo lo interpeló asegurándole que eso tampoco era más primordial que su alimentación. En aquel entonces, pensó que su progeniitor era injusto, pues su horario de aventuras era más significativo que la comida. Luego que recogían el cangre, regresaban otros cuarenta kilómetros, pero ambos con el peso de un saco en la parrilla de la bicicleta.

Por suerte no recuerda los zapatos de tela que su madre le cosía, pero no puede olvidar el olor de arroz con tomate que su familia comía para reservarle a él, el último huevo de la cuota.

También recuerda la discusión entre su padre y el hermano, quien exaltado, exigía a el derecho de esconder en el mismo saco de cangre, algunos pedazos de yuca abandonados en el campo después de la cosecha. Su papá negaba con rabia: en mi casa no se roba, carajo. Su hermano aseguró que entonces no le quedaba otro camino y los besó a todos, aunque su padre no le respondió el gesto.

Pensaron que a lo sumo, se iría a de la casa por unos días, luego regresaría. Y pasaron los primeros días. Cada vez que tocaban a la puerta el viejo hacía un gesto por abrir, pero prefería mantenerse en su lugar y que lo hiciera otro, balbuceaba.

Entonces llegó la llamada telefónica a la casa del vecino. Apúrate, que es de larga distancia, gritaron.
–Ahora qué hace ese muchacho en La Habana –rezongó. Y rechazó las ganas de correr, preguntarle cómo estaba y cuándo regresaba a casa.

Mi amigo recuerda que su madre regresó llorando. Su papá protestó, se lloraba sólo por los muertos, dijo.
–Casi –dijo la madre.
El padre se mantuvo tenso, algo iba a suceder en su familia.
–Nuestro hijo está en Miami –dijo ella.

Mi amigo recuerda que su padre comenzó a llorar como si fuera un niño y no había nada que lo calmara. Los conejos comenzaron a sacrificarse pues el viejo perdió la voluntad, las fuerzas para recorrer aquella distancia.

Ahora mi amigo es periodista, hizo la universidad en Santiago de Cuba, y gracias a la ayuda económica de su hermano, pudo mantener su vida en esa ciudad desconocida y sin familia que lo pudieran auxiliar. Tiene computadora. Ropa y dinero en el bolsillo.

–Gracias a mi hermano –me dice–. Lo que no puedo entender ni perdonar, es que si ambos somos profesionales, ¿por qué tengo que vivir de su dinero?

7 de octubre de 2010

El tesoro

Foto AP

ERA MI BARRIO Y CON MI Moto cruzaba las calles como un Quijote caribeño en pleno año de 1992. Una tarde, doblo en la esquina a de mi casa y reparo en un vecino que está inmóviil sobre su bicicleta, un pie sobre el contén de la acera, el otro pie en la calle, un brazo sobre el timón, la cabeza descansaba sobre el antebrazo sirviéndole de almohada, y parecía un muñeco de trapo. Algo raro percibí en aquel señor que desde niño veía entrar a una casa cercana a la mía, y giré el timón de la moto para regresar. Cuanto estuve a su lado pude percibir que a pesar de sentir el ruido del motor no levantaba la cabeza.

Le pregunté si podía ayudarlo. Dijo algo que no pude entender, bajé la aceleración del motor y me acerqué, él ladeó la suya y pude verle el rostro pálido, sujétame, dijo; con rapidez apagué la moto y le tomé el brazo, tengo mareo, volvió a decir, y sentí que su cuerpo temblaba como la hoja de un libro. Le sugerí que respirara profundamente. Apenas lo pudo hacer. A veces sus piernas se doblaban. Descubrí que a pesar de su debilidad, protegía algo en su otra mano, tiene el puño cerraado junto al pecho. Me ofrecía para sostenerlo y negó con un gesto. Hizo un esfuerzo y levantó la cabeza para reparar en mí. Me mantengo sujetándolo. Dijo saber que no debió hacerlo, pero no tuvo otra opción. Para el almuerzo sólo tenía un poco de arroz, y fue a casa de su cuñada a buscar algo para que al menos, su esposa, tuviera con qué acompañarlo. Él no, llevaba una semana con arroz solo y no se quejaba; pero sabía que ella, aunque hiciera todo un esfuerzo no podría comerlo; entonces la cuñada le dio el último que le quedaba, y miró el puño cerrado. Luego, con mucho cuidado, fue abriendo la mano, y ante mis ojos apareció un huevo de gallina.

6 de octubre de 2010

El color de la vida

Camilo Cienfuegos, por Alexis Esquivel

ESA MAÑANA MI Madre no amenazó con que si dejaba el desayuno no iría al estudio de Salvador para verlo pintar. Esas palabras bastaban para que aceptara cualquiera de sus mandamientos.
Salvador se había acostumbrado a mi presencia. Aprendí a no molestarlo. Desde una esquina
observaba su ritual de prepara ar los óleos con el cuidado del gran alquimista. Intentaba aprender cada gesto porque aspiraba a ser su amanuense. Para mí la felicidad era poder algún día sostener su paleta, apretar los tubos, y hasta con el tiempo, ayudarlo en un trazo preciso. Me deleitaba mirar cómo el lienzo iba cediendo espacio a otros colores. Sin querer me introducía en un mundo de líneas, puntos, calidoscopios de imágenes que nunca eran repetidas. Al final, fatigado, lo tapaba con un paño blanquísimo para protegerlo de e los ojos de su hija y su esposa.

Pero esa mañana mi madre no mencionó a mi amigo Salvador. Y yo como símbolo de desobediencia dejaba el vaso de leche completamente lleno. Miraba a sus ojos pero ella me evitaba. Dijo que ya no podría verlo pintar: falleció al a amanecer. Desconocía esa palabra y alcé los hombros. Entonces explicó que la muerte era como el tío que se fue en balsa y no volveríamos a ver. Y corrí a tomarme la leche, no quería ese castigo, pero ella me detuvo para apretarme contra su pecho. Esa mañana me quedé dormido sobre el sofá y tuve fiebre. Las vecinas pasaban cerca de mí y me observaban con lástima. Con misterio se hablaban al oído. El estudio de Salvador no lo volvieron a abrir en mi presencia. Perdí el apetito y mis espacios parecían que nunca podrían volver a llenarse.

Hasta que miré por la ventana de la casa de Salvador y lo vi escondido en el verde de su último cuadro, se puso un dedo en los labios para que no lo descubriera, entonces reí. Callé el último secreto que él compartía conmigo. Me enseñó a no revelar los temas que pintaba cuando preguntaran los curiosos. A veces me sorprendían conversando con él. Me bastaba con saber que seguía allí, dándole los toques finales a un cuadro inacabable. Por eso, a partir de ese día en que conocí que la muerte no es concluyente, estoy loco para el resto del mundo. Comenzaron a darme pastillas que el sicólogo recomendó.

Desde esa experiencia lucho contra lo que parece definitivo. Sé que detrás de cada aliento, imagen y palabra, existe el arrojo de alguien que espera con paciencia ser escuchado, visto, nombrado. La oportunidad también es un grito de esperanza.

4 de octubre de 2010

Madres de la Plaza de Agosto II

Foto Karel Poort


LOS FAMILIARES, después de varios días de andar por la playa, aseguraban a las madres que ya no se podía hacer nada por encontrar a sus hijos, el mar no los devolvería, y lograban convencerlas de que debían abandonar la costa y volver a sus casas, no sin antes dejarlas hacer el último ritual: con sus pies hinchados, y sus cabellos despeinados de tantos halones porque no tenían otro desahogo que la rabia, se arrodillaban para mirar el mar con una mezcla de rencor por haberle arrebatado a sus hijos.

Mientras oraban, las olas iban alejando las flores que lanzaron las familias. Los padrinos, para protección de sus ahijados, movían los caracoles y los tiraban en la arena y los rociaban con humo de tabaco, miel y aguardiente; luego descifraban la letra y en plena comunicación con los dioses, rompían un coco con la esperanza de que ese acto deshiciera los maleficios y espantara los malos espíritus que pudieran rodearlos, y echaban al mar la masa blanca que contrastaba con el azul del agua y los peces acudían con prisa para probar, mientras se escuchaban los rezos desesperados y las promesas que ofrecían los dolientes. El padrino decía que en pago por sus cuidados, los santos pedían comida para la prenda con sangre de gallo y chivo. Al final, terminaban la ceremonia, ofrendando a Yemayá un pato vivo que, asustado, superaba el oleaje, movía las alas y se alejaba desesperado en un intento de escapar o festejar la libertad; mientras los niños, agazapados en el agua, esperaban a que los familiares lo perdieran de vista, para atraparlo y esconderlo en un saco junto a otros, con la intención de revenderlos o llevarlos como aporte a la comida familiar.

Y esto sucedía cuando en la arena, aún quedaban las siluetas de sus pisadas antes de montar las balsas.

2 de octubre de 2010

Madres de la Plaza de Agosto I

Foto Karel Poort

CUANDO EN AGOSTO De 94 la generación de los hijos que nadie quiso, preparaban las balsas en las costas cubanas, se podían escuchar los gritos de las madres que buscaban a sus hijos hacía varias noches, y el mar, turbio, dejaba escapar un largo bramido al romper contra los arrecifes.

Amanecía y andaban aún con los faroles encendidos a plena luz del día. El mar sólo les devolvió las embarcaciones vacías y ellas querían los cuerpos para enterrarlos. Me pregunto de qué sirve que lo entierren a uno después de muerto, qué diferencia hay entre estar cubierto de tierra o de agua.

Lo cierto es que algunas madres habían perdido la esperanza y miraban inseguras a sus nietos que sujetaban de la mano sin saber qué hacer. Me negué a verlas para no fijar en mi mente las imágenes angustiosas que le quitan la fuerza al más optimista: ver por la playa a esas mujeres ojerosas, halando de un lado a otro sin descansar a aquellos niños descalzos y hambrientos, con la ropa humeda por la neblina y el rocío, mirando el agua como si esperaran el momento milagroso en que aparecieran, flotando, los cuerpos de sus hijos; y al mismo tiempo, verles reflejado el temor de que realmente ocurra, cuando los confundían con algún tronco o pedazo de lona devuelto por la marea. Cada vez que el mar traía un objeto, se acercaban desesperadas, los gritos de horror los recibíamos espantados, temiendo que el mal presagio se hiciera realidad. Sus ojos se movían con rapidez en busca de un detalle conocido y el objeto viajaba de mano en mano, y ellas temblorosas, clavaban sus uñas tratando de desenterrar un
quejido o un aliento. Intentaban interrogar un remo, una vela, un pomo, a veces un nylon, para averiguar qué había sido de sus hijos. “Aún buscan las madres en la sombra la sonrisa de sus hijos”, había escrito José Martí en el primer aniversario del fusilamiento de los estudiantes de medicina en La Habana, “aún extienden los brazos para estrecharlos en su pecho, aún brotan de sus ojos raudales de amarguísimo
llanto”.

Y estas madres, a orillas de las playas, lloraban también por sus hijos inocentes.

1 de octubre de 2010

Historias de mis vecinos IV

Foto Rómulo Sánz

ÉL SE IRÁ A BUSCAR La “residencia” en la República Checa para lograr los sueños de una vida mejor. Ella viajará, por “reunificación familiar”, hacia Miami. Son pareja desde hace cuatro años. Y están enamorados. Sus ojos brillan sólo de mirarse. Ellos se han visto reflejados en otros tantos que han visto partir y conocen las malas jugadas del destino. Pero ahora intentarán burlarlo. Ella necesita, le suplica, que cuando llegue al aeropuerto él ya no esté dentro de la isla: no tendría fuerzas para irse primero y dejarlo atrás. Él quiere, necesita complacerla, por eso sacó pasaje para un día antes del viaje de ella.
Cuando hayan logrado estar fuera, entonces volverán a unirse.
Ella se unirá a su madre y hermana que la esperan en la Florida. Él tiene sus dos hijos en Italia. ¡Quién niega que un hombre con dinero no puede más que el amor! Su ex mujer rompió su matrimonio y arrastró a los niños en su aventura. Ahora él mira las fotos mientras juegan en un parque infantil en Milano. Dice que no quiere continuar reuniendo fotos como si su pecho fuera un álbum. Su hermano está en Eslovenia. Su sobrina en Madrid. Amigos en todas partes.

Ya se cansó, y entre todos los que están fuera, reunieron para pagarle un matrimonio con una anciana checa que no tiene dinero para pagar la calefacción. La anciana tiene un hijo en Argentina y un nieto en Turquía. Se pregunta adónde irá a vivir su biznieto.

La anciana desconoce que su biznieto ya se forma en el vientre de una kazaja criada en Rusia, donde no quiere regresar, allí sus padres la continuarán maltratando. Tampoco tiene dinero para ir a ninguna parte. Ella no recuerda con quien se acostó la noche del embarazo, por lo qu
sospecha que tendrá un hijo que nunca conocerá. Un viejo islandés les ofrece a la kazaja y su hijo una vida tranquila en su isla de hielo.

Ese niño que lleva sangre kazaja y checa, conocerá en Sídney, a la nieta del hombre que residencia en la República Checa. El sueño de esos dos jóvenes será irse a vivir a una isla del Caribe llamada Cuba. Para huir con la novia, el biznieto de la anciana necesitará robarse un auto para llegar al puerto de donde zarparán en barco hasta Europa, luego en otro hasta el caribe.

Ambos jóvenes un poco drogados, detrás del volante del auto con que huyen, no verán cruzar la calle al hombre ya residente en la República Checa y que ahora vive en Sídney y regresa del mercado. Cuando el biznieto de la anciana descubra su silueta será demasiado tarde, un golpe lo hará caer contra el asfalto, su último pensamiento será para aquella muchacha que le brillaban los ojos y que perdiera su contacto al poco tiempo de llegar a Europa.

Mientras, esos jóvenes intentan alcanzar un puerto para llegar a una isla soñada.

Historias de mis vecinos III

Foto AP


LA MUCHACHA QUE VIVE Encima de mi apartamento se llama Pilar y proviene de una ancestral familia católica. Lleva tres años de relación con su novio. En estos treinta y seis meses se han excitado en muchas oportunidades. Alberto vive con sus padres y abuelos. Ella también. Les ha sido muy difícil satisfacer sus instintos eróticos.

En los mil noventa y cinco días de noviazgo, sólo se han dado besos en
escalera de nuestro edificio. Se despiden sofocados, tensos y con el rostro acalorado.

Como las posadas fueron convertidas en viviendas, con igual prontitud que los “cuarteles en escuelas”, Alberto estuvo investigando alguna casa que alquilar, pero cuando supo que el precio era de cinco CUC por tres horas, sin derecho a bebida ni comida, sus ánimos decayeron. Al cambio serían cientoveinte pesos, la mitad de su salario mensual, algo imposible de asumir por él. Por muchos.

Su morbo aumentaba cada vez que imaginaba su luna de miel. Sin desearlo, habían logrado cumplir los preceptos católicos, respetar la decencia familiar de la novia, y acogerse al convenio establecido cuando lo aceptaron como relación de la niña. Dijeron las beatas: sólo se casan después de graduarse. Ahora faltaban pocos meses. Hubiera continuado la alegría si no existiera un periódico en sus manos con la noticia de que a partir del nuevo año no se darán oportunidades hoteleras a los recién casados.


Entonces recordó que hacía poco leyó en el mismo periódico que la natalidad nacional estaba por debajo de casi cincuenta años atrás. Pensó que la Revolución se quedaba sin soldados, los hombres del futuro que llevarían… ¿adelante?, el proyecto socialista corría peligro de no tener continuadores. Y como una tarea revolucionaria, tanto como fundar una guerrilla en un país desconocido o irse con el ejército a una guerra ajena y lejana, fue a buscar a su novia, sin explicarle la tomó de la mano, montaron una guagua hasta las playas del Este, y allí, en sus arenas finas, se amaron.